En aquellas épocas en que los hombres se reunÃan con sus rostros quemados por las heladas y los soles, las manos callosas y el corazón ancho bajo el sol débil de mayo, eran épocas en que se compartÃan cosas y se proyectaban cosas y se hablaba del tiempo. Del tiempo que era en sà mismo un tema inmenso, un tema del que podrÃa hablarse horas y hasta dÃas enteros, hasta que ellos -esos hombres se volvÃan tiempo también. Pasa que al recordar esta época que reposa bajo metros de una lava quieta, de una lava frÃa, de una lava que hace años abandonó esa amenaza en latencia para volver a vivir, porque entre otras cosas muchos -o casi todos de los protagonistas ha dejado de existir para este mundo y sólo habita en ese callejón lejano donde moran todos los fantasmas. Si bien uno apenas convoca esos fantasmas, saltan como esquirlas vivas en la construcción de una realidad fingida por sobre aquella otra realidad que fue viviente.
Primero es como un olor, pero no cualquier olor, puede ser el de la tierra mojada previa a las tormentas, que como sabemos no se presenta de improviso sino de a poco, lentamente. También a veces viene aquel recuerdo imborrable cuando el olor de una comida o su sabor que casi se siente en las papilas. O ese olor a género nuevo, el olor de esos retazos que mi madre guardaba en una gran bolsa de arpillera nueva y que en los dÃas de lluvia ponÃa a funcionar su inventiva de dulce madre remendona.
Desde un simple parche en los codos de un pulóver hasta la construcción de una gruesa frazada, todo era objeto de su industria que realizaba con segura mano activa y creadora: TodavÃa quedan algunos pequeños retazos en los cajones de los muebles de la antigua casa de la infancia. Un fetichismo inmovilizante me impide tirar esta muestra de un tiempo que se fue.
Un tiempo que por otra parte no puedo compartir con nadie. A veces pienso que en esa especie de limbo donde reposan estos recuerdos que de vez en cuando recupero vÃa una construcción mental que no resulta ni trabajosa ni paradójica y sà es del todo innecesaria para el resto de la humanidad, menos para mà que soy el interesado principal y ello me obliga sentarme a esta mesa con esta lapicera y este cuaderno, e inclinándome un poco, me pongo a escribir.
Volviendo a aquellos envidiados hombres duros de mi infancia, cuando uno los miraba desde el puro presente, siendo una nadita que metÃa -cuando lo dejaban su nariz curiosa en ese incansable mundo de los grandes. Los veÃa en distintos ámbitos -generalmente rurales trabajando duramente con sus ropas gastadas, con sus rostros curtidos, sus ademanes resueltos y sus alegrÃas mÃnimas que resolvÃan de vez en cuando en los amaneceres contados en que abrazaban torpemente a sus mujeres, o aquellos que habÃan querido casarse con la tierra, en una muda obcecación que los recluÃa a una soledad que muchas veces viajaba, sobre todo en tiempos de cosecha y otras simplemente se fundÃa con las siembras, los atardeceres y el alto relincho de un potro contra el amanecer que retrasaba la niebla.
Lo verdadero era el movimiento, porque los hombres que morÃan cuando ya no servÃan para el trabajo eran llorados sólo lo suficiente y los niños que morÃan pequeños, a veces, dieron la reflexión en voz alta de un padre acosado con la explotación y las deudas;
Una boca menos, para dar de comer. Se decÃa, aliviado en la situación ominosa y tal vez acosado por la culpa que se diluÃa en resignación.
Esos hombres lejanos eran mi padre, mis tÃos, alguna gente no familiar pero que para esos años son fundamentales, como ChiquÃn Cantoni, FermÃn Castillo, Pichón Bucelli, Sete Paulini, Elpidio Guiñazú, Piquino Collére, o aquel árabe irascible con boliche a quien todo el mundo infantil tenÃa bajo el cartel luminoso casi de Turco Alé.
A veces recuerdo a aquellos hombres apegado a los caballos, podÃan -no necesariamente ser criollos de pura cepa, como los Calderón, los Guiñazú, los avalos, los Samonta, don Juan Montero, domador o aquel antiguo cantor que templaba la guitarra -menudo, eléctrico, simpático que supo ser tropero de la Estancia Maldonado y que respondÃa al nombre de Juan Tello y que fue compadre de don Cayetano Gallardo, hombre serio, callado, con su cigarrillo de tabaco magro con su humo que se detenÃa un momento bajo el ala de su sombrero negro como una ala de cuervo antes de ascender hacia el cielo indiferente a tanta rutina sin importancia que pasaba ante nosotros sin dejar un rastro, sólo un comentario vivaz en un recreo, y que luego taparÃa la jugada inimitable de Oreste Omar Corbata haciéndole tres goles al combinado uruguayo en el mismÃsimo estadio Peñarol, de Montevideo, cuando esas gambetas del argentino daban que hablar a todos los periodistas del continente o nuestro primer campeón mundial el pequeño gigante mendocino, Pascual Pérez -Pascualito para sus numerosos admiradores, que eran el paÃs en ese tiempo, cuando Perón con toda su investidura presidencial lo recibÃa al bajar victorioso del cuadrilátero del Luna Park bajo los flashes de esas grandes máquinas fotográficas de entonces.
También estos Ãdolos, los que soliviantaron nuestras pobres cabecitas inocentes de toda inocencia, cuando era el alba del mundo, cuando todo recién comenzaba, cuando los altÃsimos soles giraban por el arco inmenso del cielo y aquellos nombres, estos recuerdos de hoy sólo existen porque para mà no hay olvido mientras alguien los escriba oponiéndolo al óxido destructor y entonces mis amigos Armando Grillo, Mono Buccolini, Albertito Nocino y el mismÃsimo Pepito Gardella o Antonito Leone, inolvidable, siguen vivos en mi memoria que quiere retenerlos porque de algún modo y de todos los modos me pertenecen, como esas cosas fundantes en la vida y que resisten a ocupar aquellos afectos perdidos como un animal pequeño ante tanta oscuridad.
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