El Chino RamÃrez miró al fondo de los ojos llorosos de la niña. A pesar de la pena que le empañaba la mirada, se adivinaba la insoportable belleza que con los años habrÃa de deslumbrar a todo el pueblo. Se llamaba SofÃa y tenÃa once años. Aferraba fuerte a sus hermanos, de seis y cuatro años, uno de cada mano. Los padres llevaban muertos un dÃa y medio.
"Me la quedo -dijo RamÃrez-. Acá va a tener una buena educación"
"Y con los mocosos qué hacemos", dijo el intendente, mirando por la ventana. Se veÃa el camino de tierra bordeado de eucaliptos que llevaba fuera de la estancia, pero no se veÃa el final. La ruta estaba lejos.
"De esos que se encargue el estado: esto no es un orfanato".
El intendente se los llevó a la rastra. SofÃa lloro despacito, sin estruendo.
"Sé que ahora parece difÃcil -dijo RamÃrez, y su voz sonó amable-. Pero con el tiempo vas a aprender a quererme".
Una tarde, cuando SofÃa andaba por los dieciséis, llegó una gitana al pueblo. "No creo en esas boludeces", dijo RamÃrez. Pero la mandó a llamar y le preguntó por su futuro con SofÃa.
"La amarás, y ella te amará por un tiempo. Pero un dÃa llegará un joven con un solo brazo y la perderás para siempre".
RamÃrez recibió la noticia con amargura. Le pagó y no preguntó más nada. Cuando la gitana se retiró, le anunció a su capataz:
"Tengan los ojos abiertos. Si un dÃa cualquiera, en este mes o en varios años, aparece un desconocido con un solo brazo, me lo traen urgente para acá".
Pasaron los años. SofÃa sucumbió a los esfuerzos de RamÃrez, se dejó halagar por sus atenciones, aceptó su cariño torpe y ansioso. Poco a poco, empezó a quererlo.
Una mañana de un dÃa cualquiera, el capataz apareció escoltando a un forastero. Era apenas un muchacho, de mirada profunda y barba incipiente. VestÃa unas prendas gastadas que parecÃan ser sus únicas pertenencias. La manga izquierda de la camisa a cuadros estaba plegada a la altura del codo, un alfiler de gancho la aseguraba sobre el hombro. Un accidente en el aserradero, dijo. La voz sonaba frÃa, desaprensiva.
RamÃrez lo contempló con disgusto. Le costaba entender que el destino de SofÃa pudiera estar unido a ese sujeto; que la mujer que amaba pudiera preferir a ese desconocido que no tenÃa dónde caerse muerto antes que a él.
Le ofreció techo y trabajo. El joven accedió. Cuando salió de la habitación, un cruce de miradas bastó para que el capataz entendiera lo que realmente pretendÃa. El joven fue escoltado hasta los baños, donde en lugar de la ducha y ropas limpias prometidas, se encontró con las manos pesadas y ásperas del capataz en torno a su garganta.
Debió terminar allÃ. RamÃrez lo sabÃa. TenÃa que ordenar que el cuerpo desapareciera de inmediato, que nadie lo volviera a ver. Sin embargo, el peso del augurio de la gitana fue más fuerte que su prudencia: pidió ver el cuerpo, para asegurarse que su relación con SofÃa ya no corrÃa ningún riesgo.
Ella los sorprendió detrás del establo, con el cuerpo despatarrado sobre una carretilla. Lo reconoció de inmediato, a pesar de los años. "Mi hermano", dijo. Y RamÃrez supo, sin necesidad de escuchar nada más, que acababa de perderla para siempre.
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