Caminamos por la vereda de la calle en el comienzo del verano. Vos, mientras, aprovechás a fumar, y yo te escucho contarme cómo le hiciste prometer a tu mamá que deje el pucho. Irónico. Nuestro ritmo al caminar no se parece en nada al de la alocada ciudad en época de navidades. La luz del sol entrando por entre los techos de los edificios, las copas de los lapachos florecidos a varios metros de nuestras cabezas le da al ambiente un color único. ¿Hasta dónde podrÃamos seguir caminando? La charla se interrumpe para cruzar la calle. Luego la retomamos pero ya cambiamos de tema, ahora hablamos de la imposibilidad de conseguir libros de un autor que te gusta mucho. Tema apropiado para acompañarnos hasta que llegamos a la cuadra de la librerÃa en la que viste un tÃtulo que te hizo acordar a mÃ. Otra vez sonrisas. Es el momento para decir algo significativo. Pero no me sale nada. Y vos estás parada, fumando, y casi temblando. ¿Es miedo? ¿En qué momento el amor puede darte miedo? Yo sólo estoy nerviosa. Y en todo caso si temo algo, es a perderte. Pero no, ya no va a suceder. Tengo esta vereda, la que caminamos juntas. Tengo esta luz. Tenemos esos momentos en que le dimos a la ciudad nuestras voces y risas, mientras se podÃa sentir en el aire el deseo de festejar el comienzo de un nuevo año. Por eso te di una flor. Porque esa no era una caminata más. Porque aquella no era una ocasión en la que por casualidad nos pusimos a charlar, cuando nos encontramos en la vereda.
Me habÃas despertado con un mensaje. O ¿habÃa sido yo la que te mandé un buen dÃa? No tiene ya demasiada importancia. Luego el intercambio siguió a propósito de que tenÃas un dÃa de esos en tu laburo. Me pedÃas que te mantuviera a salvo de la locura ajena enviándote poemas. En un momento me di cuenta de que iba a pasar cerca, porque debÃa salir a hacer algunos trámites. Asà acordamos que vos saldrÃas a fumar y podrÃamos vernos, unos minutos, al menos. Te verÃa, por fin, con los nuevos ojos del amor, declarado hacÃa ya un par de dÃas. Entonces no era sólo la luz, ni sólo el ritmo especial de la ciudad, lo que hizo de ese encuentro, uno de lo más especiales de fin de año. Fue en todo caso el amor que inauguraba en mi mirada una forma de verte y de ver el mundo. ¿Cuántas veces en mi vida crucé por esa esquina? No podrÃa arriesgar una cifra. Sin embargo, no significó nunca nada especial, hasta ahora. Sólo pasaba por ahà casi a diario cuando cursaba la Facultad. Y hoy se transformó en nuestra esquina. O, al menos para mÃ, caminar por ahà sólo me hará recordar este encuentro.
¿Cuál es el secreto para que el efecto de un corto encuentro dure? Yo recuerdo mi estado de algarabÃa. De pudor inconsciente. Encontrarte en la vereda y darte una flor, no parecÃa ser fácilmente describible como un encuentro casual. Paradas frente a la vidriera de la pequeña librerÃa, debemos haber parecido dos personas que se encuentran y charlan. SÃ, éramos eso. Lo actuamos asÃ. Y también éramos algo más. Y también actuamos ese no parecer algo más. Salidas del intercambio de mensajes que nos hacÃa sentir apenas dos en el mundo ancho y ajeno, ahora éramos estas dos. Miradas, escuchadas, saludadas por otras personas que caminaban o pasaban en el bondi, en la bici, en una moto. Entonces también nos expusimos. Otro motivo más que hacÃa de ese cuarto de hora, el momento en que nos expandimos. Fuimos dos en la ciudad, a la vista de quien quisiera vernos.
Caminamos por otras veredas. Charlamos otras veces mientras vos fumabas. Antes y después de ese encuentro aparentemente casual. Pero lo que no sucedió, y lo que sà sucedió entre nosotras parece resumirse en ese. Ahora escapo a la melancolÃa del momento precioso rescatado de la vorágine del olvido. De la lucidez que me invento al intentar rellenar todos los segundos de esos minutos que olvidé, porque la mente humana es asÃ: elige qué recordar y olvida todo el tiempo. En todo caso, busco la particular tibieza de una mirada efusiva, rescatada de la vergonzosa ansiedad que te caracteriza. Cuando nuestros actos dejaron de significar sólo amistad, y sellaron el deseo de amarnos, nos habitaron torpemente palabras hermosas. De eso no podÃamos hablar ahÃ, paradas en la vereda. La tensión, que nos conectaba y nos mantenÃa a unos pocos centÃmetros de distancia, crecÃa. QuerÃa decÃrtelo ahà en la vereda. QuerÃa que se expandiera junto con el aire y la vida ajetreada del fin de año. Y vos parecÃas querer y no, al mismo tiempo. Pero no eras el dilema a flor de piel. Intentabas desafiar a ser el dilema, vivirlo y llevarlo con vos encima hasta donde hubiera veredas para caminar. En el último medio minuto antes de despedirnos me solté. "¡Qué bien que te queda esa blusa!", te dije sonriendo. "¿Te gusta?", me preguntaste sorprendida. Tu mirada, al fin, cedió. Asentà en silencio. El abrazo de despedida no tardó en llegar.
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