La casa de doña MarÃa era la cuarta del pueblo. Desde la entrada de tierra de un camino perdido, y mirando entrometida hacia el mar, se elevaba de la arena como si estuviera saliendo del centro del planeta.
Su frente, que habÃa sido colorado, parecÃa una pintura que imitaba al Sol, y cada mediodÃa cuando la costa se incendiaba de luz, el cielo parecÃa abrirse en dos para darle paso a la casa de doña MarÃa, como si fuera a salir despedida desde las cenizas de esa fantasÃa de fuego. Y era siempre minutos antes de ese momento, cuando la vieja jorobada salÃa con su palangana de madera, blanca de la sal del mar, a buscar tortugas de agua.
Cuando MarÃa la torcida metÃa sus pies en la orilla, se daba vuelta para mirar su casa. SentÃa -como cuentan que cualquiera sentÃa si hacÃa lo mismo con el marlospieselsolylacasa- que el mar se secaba con ella dentro, y hasta los tobillos era prisionera de la sal, el calor y la luz del Sol. Pero dueña del agua. Aquel efecto sólo duraba algunos segundos. Luego MarÃa salÃa del agua, caminaba hasta un muellecito empedrado que se metÃa al mar, y esperaba allà a que apareciera la primera tortuga del dÃa.
"¿Quién apareció primero, el huevo o la tortuga?/ Yo vengo de la tierra silbando el viento,/ Y a ti te espero en tu casa azul./ Yo vengo del viento silbando tierra,/ Y con gustito a barro te canto esta canción...".
Asà cantaba, sentada sobre una piedra con su espalda de arco, tendiéndose siempre hacia el más allá, la vieja que de tan jorobada parecÃa una "C". Y esperaba entonces, hasta que de golpe atrapaba una tortuga y la metÃa en su palangana. En unas horas, no más, estaba siempre de regreso en su casa.
Nunca entraba por la puerta delantera cuando volvÃa de buscar una tortuga. Se dirigÃa por el costado de la casa directamente hacia el patio, en donde se encontraba la magia de la bruja.
La gente del pueblo no tenÃa más que matorrales o cactus en sus terrenos. Nadie lograba hacer crecer ni un yuyo cuyo verde se pareciera al de la chinche. Sin embargo, la vieja se adentraba en la selva cada vez que se metÃa en su patio.
Allà cepillaba a su nueva tortuga con la savia que largaba algún árbol, y la miraba fijamente a los ojos como esos hombres que hipnotizan gallinas. Luego le pasaba una soguita de fibra por el caparazón, y la ataba junto a una flota de tortugas de mar que se pasaban el dÃa durmiendo sobre la tierra, que se mantenÃa siempre húmeda en lo de doña MarÃa.
Cuando anochecÃa, MarÃa se sacaba sus chancletas y su vestido de lienzo crudo, que quedaba encorvado sobre la cama como si la espalda de la vieja fuera un espÃritu entre la tela. Entonces, con el pueblo dormido, ella tomaba la tortuga del dÃa desde su liana y se dirigÃa a la playa con todas las tortugas en fila. Las ataba formando una balsa, subÃa en la que más o menos se ubicaba en el centro, y se acostaba allà apoyando su pecho sobre el caparazón de la tortuga, dejando sus piernas caer por la colita del animal, y abrazando fuertemente la cabeza.
La balsa viviente entraba al mar cuando éste comenzaba a bañarse de Luna. MarÃa, mirando al cielo, dejaba atrás su casa que se ponÃa negra y se escondÃa de la noche sumergiéndose en la arena. Regresaba con su flota cuando arrimaba el sol y su casa empezaba a asomarse con su nariz entrometida, para elevarse como ninguna otra y ser el centro del lugar.
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