No es que todos estaban esperando que el Tano Ruggiero se ahogase con su canoa, pero hace rato que la fatalidad lo rondaba y con su proceder la estaba alimentando hasta empacharla. La canoa era una ruina marrón con restos de otra pintura florida por debajo: hasta el nombre habÃa perdido. La Santa, le llamaba él cuando la calafateaba bajo el único olmo donde se guarecÃa empeñosamente a arreglar lo inarregable: hacer que ese pedazo de madera flotase y lo pudiera remontar aguas abajo. La Santa, ahora con la creciente, estaba amarrada al palo de fierro de la bajada donde el agua llegaba para lamerla. Y eso era un alivio, prolongaba la vida de Ruggiero que daba vueltas por la zona, acosado del infortunio de no poder seguir emparchando la loza muriente, esa tumba de cedro que se lo iba a resultar devorando. DormÃa en La Santa, envuelto en unas ruanas y nylon por si llovÃa, vigilando su prenda más querida, inolvidablemente ingenuo al deducir que alguno se quisiera robar ese fósil herrumbrado. Más abajo todo estaba bravo: los ranchos casi habÃan desaparecido, los caminos sepultados y de aquellas curvaturas y quebradas sólo se veÃan las puntas de los espinillos de la islita de enfrente, el rancho de Tulio aguantando. Llegamos con Varela y mi papá hasta el borde y ya nos estábamos subiendo a la canoita a motor, dirigiéndonos en medio de esa turbulencia errática que traÃa el agua hacia el rancho sin saber si lo encontrarÃamos, porque estaba a la vuelta del acantilado medio y desde allà no se veÃa. Mi padrino chifló aliviado: lo divisábamos impávido entre las piedras, sin agua, junto a dos más a los que por ahora el rÃo no se les habÃa animado.
"Llegamos", dijeron ambos a la vez. Por el borde, pegada a la barranca, se asomó Juana, la mayor de los Cirico. Anunciaba las cosas que habÃan ocurrido en la ausencia: que habÃa familias enteras durmiendo dentro de los ranchos, con el agua hasta el borde las camas altas y la canoa dentro de lo que pudo haber sido el living, pongamos. Que Ruggiero, cansado de esa inundación, habÃa amagado con meterse al lecho con La Santa y probarla en medio del barullo acuático. "Está loco el viejo -largó ella afinando la voz--. ¿Se quedan, no? Le voy a avisar a Luisita", y dio un vuelo de caderas para irse a su casita de chapones y cemento visto que lindaba con nuestro rancho. Varela extrajo el mediomundo y tiró como para intuir el agua, sentir la fortaleza secreta de los turbiones. Desde los escalones mundeaba y fumaba anticipando el mate que mi papá preparaba.
Lo và subir los peldaños sonriendo. "¡Mirá che Costeleta, mirá lo que pesqué para vos!". Unos brillitos inusuales sobresalÃan del agua chorreante que escapaba del entramado: eran unos pececitos extraños, plateados con filo rojo, y otros como monedas de oro con vivitos negros. Y un tercero allá abajo del manojo que se destacaba porque era largo y fino como una aguja. "Son del Brasil", dijo mientras lo ponÃa en un tacho con agua oscura. "Mirá Costeleta, son una hermosura, vienen con la crecida... a la vuelta te los llevás para tu pecera". La hermanas Cirico llegaron con una bandeja de lata cubierta en mantel, traÃan pastelitos y murmullos entre ellas que las hacÃan reÃr. Miré a mi padre: inalterable saludó haciéndose el desentendido. Varela en cambio nada ocultaba: tenÃa una sonrisa de oreja a oreja por donde escapaban todos sus dientes de galán recio y el humo de su cigarros sin filtro. Orondo, feliz, arrimó dos sillones y las atrajo hacia su cÃrculo. HabÃan dispuesto cuatro asientos. Yo sobraba, asà que me fui para el lado de las toscas sin mucho para recorrer porque enseguida empezaba el agua; llevé como excusa un mojarrero. Desde ese ángulo de tierra endurecida los sentÃa charlar. Después vino el mediodÃa, el sol agrisado amagó con salir, comimos los cinco un módico asado que descongeló mi viejo; me ofrecieron vino por primera vez y concluà que la vida grande no era tan difÃcil: enfrente estaban ellas, calmadas como perras comidas y ya bebiendo el café. Otra vez, pedà permiso y me fui a pescar. Pero al rato me entró una modorra gigantesca y me atrevà a volver sin hacer ruido y pasando cerca anuncié que me iba a dormir la siesta, hecho extrañÃsimo que motivó a mi viejo preguntarme si me sentÃa mal. Dije "no, vos hacé...", y me derrumbé.
Imagino que habré soñado muchas cosas pero una gran tormenta pareció abatir todo; el mundo real de mi barrio, allá en la ciudad en donde el agua cristalina, un agua de mar, entraba en todas las casas llenándolas de pececitos hermosos como los que me habÃan regalado. Desperté casi con la noche encima: estaba solo en el rancho. Cuando me asomé, vi pasar como en una postal de fantasmas, lentamente, erguido en su canoa a Ruggiero aguas abajo hacia el puerto, rumbo al remanso Valerio. La curva de su espalda fue lo último que vÃ. Quise avisar pero nadie habÃa. Unos ruiditos cercanos del rancho contiguo me confirmaron que habÃa gente y que las hermanos Cirico tenÃan compañÃa.
Extrañaba la televisión, mi mamá y su andar. Estaba solo y un poco horrorizado en el mundo anochecido. Los sentà regresar de al lado y me metà de un salto en las cobijas, simulando dormir. "TodavÃa apoliya el Costeleta con su tesoro al lado de la cama", susurró mi padrino y mi viejo que le acotaba: "Despertalo que si no se nos va a desvelar". Cuánta razón tenÃa: nunca más dormirÃa, estarÃa siempre alerta. "Nunca más", me dije, y metà la mano colgante en el balde con mis pececitos de colores.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.