En la canchita donde jugábamos los domingos siempre habÃa una vaca ciega. VivÃa atada a un poste alejada del alambrado de púas. Su dueño, un vasco ancho como un aparador, solÃa ordeñarla bajo la sombra del eucaliptus mientras echaba una mirada distraÃda a nuestro partido. Eran domingos tediosos, largos, con fondo sepulcral de radios encendidas y una melancolÃa de hojas quemadas en un otoño mortuorio que prontamente, una vez culminadas las faenas futboleras, nos hacÃan disparar de allà como de un campo embrujado. Y la vaca ciega siempre allÃ, mirando sin ver, echada o enhiesta, atenta a los ruidos, con su cola de látigo y la cornamenta inútil. Llegaba el vasco con un balde gris a ordeñarla y al rato se iba con la carga espumosa hacia un caserón con arcada de chapa, tan gris como una barraca, tan sin color como la sombra del otoño sin frutas ni aromas vivos que se nos iba enquistando en la piel. Por eso, una tarde apedreamos la vaca ciega con terrones.
Por todo eso, por la nada, por buscar un blanco más indefenso que nosotros, porque sÃ. En eso estábamos cuando no vimos llegar al vasco, a quien no le bastaron más que unas zancadas para estarse en el centro de la escena y no tuvo más que estirar ambas manazas para tener dos enemigos capturados, agarrados del cuello de las remeras como gatitos del lomo.
Y pue, si aura los mato, ¿eh? ¿Qué dicen si aura mismo los mato a horquillazos?
Señalaba el instrumento que habÃa dejado caer. Le palpitaba el cuello como un lobo, mientras medÃa los cuerpecitos de sus vÃctimas como quien examina dos cerditos antes de degollarlos. La vaca ciega mugió y pareció amonestar el hecho, por lo que el vasco soltó a los pibes que cayeron como pasas. "¡Que si no, hijitos de puta, que si no!". Y se fue dando zancadas con el balde al tope.
Luego, ya no sé cuando, si esa misma tarde o al rato, el Perchi se acercó a ella y la acarició varias veces en el lomo. En un partido uno tiene ojos para la pelota, pero lo sobrenatural cuando se presenta obliga y eclipsa todo: percibà un movimiento atrás mÃo, detrás del arco con ropa que estaba vigilando y lo vi al Perchi tan derecho, caminando hacia mà con una mueca de susto y alegrÃa que era para una foto. El, un pibe que apenas caminaba, con sus piecesitos de barro y estopa ,estaba erguido. "Mirá, mirá, mirá, mirá", repetÃa en un grito por lo bajo. HabÃa vuelto a andar normalmente.
Otro dÃa el Chanchi, burro del fútbol, se despachó con una jugada de esas que luego han de ser narradas en las sobremesas de los campitos, bajo una enramada con higos, tomando agua de un pico de vertiente: habÃa parado la pelota y eliminado a todos, incluido el arquero. La clavó junto a un poste, de chanfle como los que saben. Y esa misma tarde Albertito, mientras volvÃamos, se encontró un billete de quinientos, una fragata, pequeña fortuna que admiramos, mientras huÃamos del lugar como nos habÃan enseñado, no sea cosa que apareciese su dueño. Con esa guita pudieron en el kiosquito familiar levantar el pagaré. "Yo también toqué la vaca, igual que el Chanchi", dijo conmovido.
A la tarde siguiente mientras Ãbamos entrando al corralón, al campito de los sueños de gloria, descubrimos la vaca ciega y nos acercamos ansiosos por entender el enigma: todos los que habÃan protagonizado hazañas la habÃan tocado, lo corroboramos a los gritos. Entonces corriendo nos llegamos hasta el borde de cardos que cercaba al animal: todos debÃamos acariciarla para que nos diera su milagro. Su leche benefactora. En eso, aparecido de la nada como un demonio, surgió el vasco horquilla en mano apuntándonos. La tiró a modo de advertencia y vino a caer muy cerca, por lo que huimos como conejos. Como a diez metros nos detuvimos. Estaban de testigos El Perchi, Chanchi y Albertito: querÃamos más, por eso venÃamos. Allà estaba la fuente abundante para aguar con su leche mágica todos nuestros problemas, sólo que interpuesta por un tÃo cabrón. Desde algún lado de su cuerpo emitió aquella voz horrorosa.
¡Sois un montoncito de bosta, argentinitos! ¿La han tocado? ¡Pues nunca más lo harán! ¡Ella elige quién quiere o quién no, y ahora yo elijo que se mueran todos sin más verla!
Y de verdad que desapareció: la condujo al otro lado del campito inaccesible. Aquella tarde no jugamos. Alguno inquirió acerca de los beneficios que habrÃa obtenido el vasco por tenerla. Toledo, con una fineza sin igual musitó: "Y... el tipo antes seguro era judÃo... o italiano". Toledo padecÃa ambas etnias con una furia exagerada.
Nos quedamos rumiando, juramentándonos que nada dirÃamos a nadie y que una noche robarÃamos la vaca ciega para llevarla a los hospitales, a los colegios y a los confines de todas las casas feas donde los pibes eran apaleados, vejados, encerrados. Y que en su trayecto le acariciarÃamos un poco las ubres por nosotros mismos.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.