Era el muerto vivo más perfecto que habÃamos visto. SobresalÃa entre muchos otros cadáveres vivientes por su longilÃnea figura capaz de inspirarnos cuentos de miedo. Un difunto con gravedad cero en su negocio, con hojitas desprendidas de sus pistilos en el aire, mientras despachaba las flores para su entierro que parecÃa no concluir nunca, destinado a oficiar de asistente a su propio velorio. Era lo más parecido a un espantapájaros pero bien vestido, acodado en su mostrador, mirando pasar la vida y los dÃas con una resignación de viudo, de enlutado por su alma impropia en esta tierra de bárbaros alegres y felices a la fuerza que traÃamos sólo por el impulso de ser jóvenes, burlarnos de la muerte y estar enamorados de algo que nos bullÃa en la panza. Fue un domingo de marzo y andábamos a la deriva por el Parque: el lago central, un manchón de verdÃn, el laguito anexo donde jugábamos a llevarnos a nuestra cama a la dama desnuda de piedra pintada de blanco que yacÃa dormida desde que tenÃamos uso de razón, esperando vaya a saber qué prÃncipe valiente que la sacara de su encantamiento y la hiciera mujer de carne y hueso.
Ni nos convertimos en sapos, ni pudimos sacar a la dama de su encantamiento. Comenzaba asÃ, ese largo destierro de ilusiones, que se nos habÃa filtrado en las largas siestas de verano, en la que alguna tÃa, ilusionada ella todavÃa, nos leÃa cuentos de prÃncipes, dragones y centellas.
Como dentro de un decorado de frisos del cementerio, por detrás pasó El Florista caminando con unos gladiolos en la mano. Llevaba un sombrerito alto que le conferÃa a su figura el estilo de un poste rematado en un gorro frigio. No entró a la necrópolis como esperábamos y ya cerca del zoológico dio a sentarse junto a una chica que lo estaba esperando en un banco.
Pensándolo bien, el zoológico, es otra forma de cementerio. Pero eso no interesa, ahora. Ella lo estaba esperando. Vestido floreado. Desodorante y perfume del kiosco de Doña RosalÃa. Lo más bonito eran sus zapatos amarillos. Los zapatos amarillos que reÃan, desde el movimiento ondulado de su balanceo. Junto con sus piernas regordetas. Toda en ella era como inflado. Desbordante. Nada fea. Algo en sus ojos titilaba con vivacidad. Sentados, uno al lado del otro, como para sacarse la foto del recuerdo, componÃan un cuadro irregular. La delgadez usurosa, palidecÃa avergonzada, ante la rubicunda figura estentórea, sin avaricia de carnes.
La vieja de los gatos quedó tiesa, embadurnada de asombro, como si estuviera presenciando una jugada celestial impredecible. Un raro encastre de formas, donde lo filoso repica campanadas sobre lo mocho. Pelea fantasmal, que compartimos con la mujer, que ya no parecÃa tan agobiada. Y creo con nadie más.
Tal vez algún minino, desde lejos, lo vio también, desde el sol de sus ojos amarillos.
No tuvimos mejor idea que las piedritas con la cerbatana. HabÃa que tener punterÃa. Pero para eso estábamos todo el tiempo tirando. Blancos móviles. Nos acomodamos con disimulo, entre canteros, bancos y una canilla.
Fue inquietante ver al estilizado enano de jardÃn, romper su rutina de ramo envuelto en papel brillante. Se desarmó un escenario que parecÃa inmóvil y nos sorprendió con esta alternativa de reencuentro con la carne, lo vivo, el deseo.
Algo nos decÃa que debÃamos malograr la historia. Cupidos del diablo. Los gladiolos eran rojos. Y nosotros también. ¿Cuál más rojo, más sangriento, más vivo?
Ah, el amor. Nosotros odiábamos el amor. Era asqueroso, lleno de saliva, ternura y pérdida de tiempo. Eso que asomaba por el aire estaba allÃ, delante nuestro, oliendo a calas viejas, retiro de monjes, aguas de cantero. El amor hedÃa, olÃa mal y nos incomodaba. ImpedÃa la actividad, la guerra libre y nos congestionaba el pecho con algo incómodo: eso, eso horrible, temÃamos, lo sabÃamos, alguna vez nos ocurrirÃa.
Nos concentramos en la curva ondulante del trasero de ella. No era difÃcil acertar. Y no tuvimos piedad, ni indulgencia.
La respuesta no tardó. Ella, no parecÃa tan ágil, sin embargo se levantó como una foca y se echó al mar... Corriendo vino hasta nosotros, que estábamos silbando bajito, como perro que pateó la olla, y yo que estaba más cerca disimulando inocencia absoluta, sin avivarme recibà dos bofetones, que me dejaron la cara marcada.
¡Para que aprendan a no molestar una dama!
Lo más sorprendente fue cuando el florista me abrió la boca y me encajó el ramo de gladiolos.
El flaco sombra de alambre jamás se olvida cuando me ve pasar y se rÃe, el boludo, ya casado. Desde entonces, me dicen... Florero de gorda.
* En colaboración con Mónica Oliver
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