Mi mundo también es la vieja e inmediata vergüenza de quererte. Desperté con esta frase en la cabeza. Desperté por esta frase. En sueños, se la decÃa a alguien y a la vez que la pronunciaba me daba cuenta de que estaba soñando y que era necesario salir de ahà para no olvidarla. Abrà los ojos y sé que sonreÃa por saberla un pequeño tesoro. Claro, no era una sonrisa facial; era una sonrisa que caminaba a la par de la frase en ese otro lugar inasible que no es aquà ni es allá. Quise memorizarla para arrastrarla hasta este lado, porque sentÃa una enorme pereza y no terminaba de aceptar el hecho de que tendrÃa que salir de la cama para anotarla. La repetà diez veces para no perderla, como me habÃa pasado tantas veces antes. Pero apenas empezó invadirme la inconsciencia otra vez, advertà que las palabras se hacÃan humo como antes el sueño que me las habÃa traÃdo. Salà de la cama y escribà la frase en el recibo de las expensas.
Mi mundo también es la vieja e inmediata vergüenza de quererte. Mientras mordÃa la segunda tostada, ya empezando a despertar, la pronuncié en voz alta por primera vez. Traté de recordar a quién se la habÃa dicho y bajo qué circunstancias, pero sabÃa de antemano que serÃa un esfuerzo inútil. Jamás recuerdo los sueños. ¿Por qué vieja? ¿Por qué inmediata? Y, sobre todo, ¿por qué la vergüenza? Además, "mi mundo también es", por sà solas, me daban la idea de un reproche; sin embargo ese reproche no era un ataque, sino más bien una defensa; una respuesta a una acusación injusta o tal vez a un reclamo que consideré abusivo.
Quién podrÃa avergonzarme asÃ. ¿Quién y durante cuánto tiempo? La vergüenza fue inmediata y era de larga data. El amor, si es que se trataba de amor el sentimiento (pero, qué otra cosa podrÃa ser si no), era presente. Quererte, le dije; no "haberte querido". Quererte. La vieja e inmediata vergüenza de quererte. Pronuncié esta parte de la frase en voz alta y, en el espacio que media entre el pecho, los brazos y el mentón sentà el vacÃo de un abrazo imposible y necesario. En el transcurso de la mañana me fui formando la idea de que se trataba de una mujer. El abrazo hueco era la prueba; mi mentón acusaba la ausencia de una cabeza en la cual apoyarse primero, antes que las mejillas y los labios. Era una mujer y era, además, un amor. Abrazarla y sentirla ahà donde ahora el hueco, el mentón apoyado y los ojos cerrados. El corazón rebotando en la venas. La inclinación leve de la cabeza, el paso del mentón a la mejilla izquierda. Las manos que despejan el abrazo para subir, suaves, hasta la cara de la mujer. Apartarla apenas, lo necesario para mirarla y no decirle --pero sentirlo para mà mismo- que la amo. Y entonces sà besarla. Besarla con agradecimiento, porque esa mujer es la vida y es dios; es el qué, el por qué y el para qué de toda absurda existencia. Y lo será durante la eternidad de dÃas, meses o años que resista el sentimiento. Pero nadie puede enterarse de ese amor; la vergüenza está aquà también, en la recreación de la vigilia, y no alcanzo a comprender por qué.
Arriesgo que es el mismo amor lo que me avergüenza, a mÃ, que lo acuso siempre de tramposo incluso cuando estamos en los mejores términos. ¿Aceptar el amor me avergüenza, entonces (como también me avergüenza escribir la palabra amor y escribir historias de amor; abiertamente de amor)? Tal vez. Sin embargo el argumento no me convence para la historia. Lo tiro. Si no es el amor lo que me avergüenza, ¿es la persona que me lo inspira? No, imposible. Puede ser (y esto lo acepto inmediatamente, me tienta creer que por resabios del sueño mismo) que me avergüencen las circunstancias bajo las cuales surgió y se mantiene ese amor. Aunque... No, tampoco.
Nada de esto es seguro. Ni siquiera es seguro que la frase se la haya dicho a un ser humano. Lo único seguro son las palabras. Y también el abrazo vacÃo; pero esta sensación que tomo como prueba, debo reconocerlo y tenerlo siempre en cuenta, pertenece al lado de acá. Es el reflejo de un reflejo de mi sueño en la vigilia.
Mi mundo también es la vieja e inmediata vergüenza de quererte.
TenÃa que empezar mi dÃa de una vez y no podrÃa hacer nada de lo que tenÃa pendiente si mi atención recaÃa únicamente en unas palabras soñadas. Transcribà la frase, que habÃa anotado en el recibo de las expensas, en un cuaderno que reservaba intacto para cuando llegara una ocasión como ésta: la de sentir el impulso y las ganas --y no la falsa obligación- de escribir. Mi mundo también es la vieja e inmediata vergüenza de quererte. Con estas palabras arrancarÃa la nueva historia, ya estaba decidido. El tÃtulo también: La vieja e inmediata vergüenza de quererte; o tal vez, simplificando, La vergüenza de quererte. La trama debÃa buscarla en las preguntas que me asaltaron durante el desayuno (por qué vieja e inmediata, por qué la vergüenza); ahà estaba oculta. Intenté durante largo rato encontrar algún indicio, pero sólo pude repetir la bendita frase una y otra vez. Empezaba a fastidiarme conmigo mismo. Cerré el cuaderno con la creencia de que, al caer la tapa sobre las hojas, mi mente quedarÃa libre de palabras y liviana de pensamientos. Y salà de mi casa con la esperanza de que al cerrar la puerta me olvidarÃa por un rato del proyecto que incubaba mi cuaderno... Qué iluso. Pero qué iluso que llego a ser.
Un amor que me avergüenza, repito mientras camino y piso distraÃdo los soretes de los perros. Un amor que me avergüenza, ¿cómo puedo, entonces, llamarlo amor? No, de ninguna manera. Los amores se gritan o se callan por renuncia o por temor. Se consumen, se pudren o se secan. Pero no se los manifiesta vergonzantes. Trágicos, dementes, insustanciales, falsos, caprichosos, pero nunca vergonzantes... Mierda, me duele la cabeza y el asunto es demasiado complicado. Creo que esta mañana hubiese sido mejor confiar otra vez en mi pésima memoria y seguir durmiendo. Olvidarme de la frase. Olvidarme del amor. Olvidar toda vergüenza. Seguir la vida tranquila hasta un dÃa morirme. Pero antes pensar en escribir unas lÃneas cuyo tÃtulo serÃa La desvergüenza de quererte; más fácil. O mejor: La pereza de quererte; y luego de haber escrito el tÃtulo, ni una palabra más. No pensar, no sentir, no desear. Y que me despierten a las siete para ir a trabajar. Requiescat in pace... Pero esto tampoco es cierto.
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