A doña Julia Naly
a biblioteca en ese tiempo tenÃa una sola pared cubierta con estantes que no llegaban al techo. Doña Julia GarcÃa de Baud Naly asentaba minuciosamente esa magra existencia que dependerÃa en general de donaciones, con su letra prolija de profesora de dibujo.
Doña Julia, como popular y cariñosamente la llamábamos, dos veces al año se tomaba el trabajo de forrar uno por uno y aplicarle una etiqueta engomada al lomo de cada volumen donde constaban el autor y el tÃtulo.
Fue la bibliotecaria histórica del Club, que en sus ratos de ocio enseñaba dibujo y pintura a un grupo de adolescentes lánguidas y tal vez más preocupadas en ese tiempo en conseguir noviecito que en un avance positivo en el arte que habÃan elegido tal vez para matar el tiempo, mientras a hurtadillas espiaban el movimiento de los jóvenes que se acercaban al club donde funcionaba la biblioteca (y funciona aún hoy) en sus instalaciones, llevadas tal vez por temas menos espirituales como el billar o el siete y medio o directamente a practicar básquet en la cancha al aire libre que lucÃa sus célebres baldosones colorados.
La bibliotecaria era tan distinta al resto de las mujeres que habitaban el pueblo cansino de entonces que merece un párrafo aparte de este relato.
No puedo no mirar con la piadosa ternura que me inspira la escalofriante distancia de los años cuando recuerdo a ese flaco e ingenuo adolescente que un dÃa traspasó esa puerta. Ya habÃa leÃdo Ãntegramente la más que exigua biblioteca de mi escuela (¡La gloriosa Nacional Nº 156!) y no tuve más remedio que arrimarme a ese templo respetable --para mÃ- que era la biblioteca del Club, la Belgrano, pero no tuve más remedio, porque dinero no habÃa y los libros se conseguÃan con dificultad a través del Bazar La Primitiva, de don José Bessone que tenÃa un lugar para venta de libros (en general textos escolares) y papelerÃa diversa, y también las maravillosas revistas de historietas a las que éramos adictos. Decidirme a cruzar la puerta fue algo asà como encontrar mi destino, o algunas de las posibilidades que me deparaba, casi podrÃa aseverar sin entrar en el plano de las exageraciones o en la no buscada constitución de un mito personal.
Doña Julia me atendió con esa suave dulzura, esa bonhomÃa delicada que usaba para todo adolescente que se arrimaba a hurgar entre sus libros amados.
Como mis lecturas era arbitrarias y erráticas, como las de un auténtico "autodidacta", ella, doña Julia, comenzó a orientar mi lecturas con sus recomendaciones que no excluÃan las grandes novelas románticas (por ella leà cuarenta novelas de Hugo Wast) con otros textos muchos más sesudos que apenas entendÃa.
La biblioteca, tal vez por razones económicas, estaba muy atrasada en literatura contemporánea, pero creo haber aprovechado todo lo que su humilde condición me ofrecÃa, cosa que nunca agradeceré suficientemente como el trato diario, cordial no exento de giros maternales con los cuales esta mujer cincuentona ofrecÃa a mi adolescencia ingenua, soñadora y llena de los más puros sentimientos como son a los dieciséis años todos los proyectos de los seres humanos, o al menos asà lo eran para nosotros, ya que yo trato de revivir no sólo mi experiencia sino la de mis amigos de entonces.
El nombre de doña Julia ronda muy seguido por las mesas del bar del club Huracán y en algo coincidimos todos: era una mujer atÃpica en el pueblo, que tenÃa sus propias ideas y se vestÃa de una forma muy atildada para la época.
HabÃa llegado al pueblo siendo la esposa del Flaco Naly, es decir ese bohemio que se llamó Enrique Baud Naly y que la habÃa conocido en sus correrÃas por la vida porteña que llenó en su juventud.
HabÃan tenido una niña que falleció a los tres años y eso tal vez los recluyó en el pueblo.
Al Flaco lo habÃan criado don Juan Lucchini y su esposa, porque era huérfano, Don Juan era el mejor tornero y matricero del pueblo. Trabajaba en la casa Arregui, potencia comercial de aquellos años, allà según mi amigo Miguel Fredi, hacia adaptaciones en los motores de los precarios automóviles de entonces.
Cuando el Flaco la abandonó por una adolescente, alumna suya de teatro, ella siguió, inmutable, con su vida, cuidando a sus suegros, hasta que éstos fallecieron, muy mayores.
Me hablaba con admiración no exenta de amor de ese irresponsable, ese loco lindo de la época, a quien no conocÃ, pero el pueblo no serÃa el mismo sino circularan aún sus anécdotas cuando suele cundir el aburrimiento.
Omar Spizzo me supo contar que doña Julia pertenecÃa a una familia de músicos muy conocida de Buenos Aires. Músicos habÃan sido sus padres y sus hermanos, y ella me contó cierta vez que tocaba el piano y el bandoneón. Habilidad esta última que me fascinaba porque yo sólo la creÃa una actividad varonil.
Y una sonrisa de amable agradecimiento me recorre cuando descubro que le debo haberme gratificado con su atento cariño esos dos últimos años que pasé en el pueblo pensando como harÃa para irme. Sin pensar todavÃa cómo iban a perseguirme esos inmensos cielos bajos del atardecer, cuando ella ya no estuviere entre nosotros.
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