De qué amaneceres ateridos venÃan aquellos caballos que emergÃan del amanecer, aquellos que mi infancia vio con los belfos babeantes y las narices que producÃan un intenso vaho tibio cuando el alba aún era una gran sombra profunda y oscura.
Luego del desayuno abundante por las rudas tareas que se avecinaba, el menor de mis tÃos montarÃa el "nochero" como se llamaba al caballo manso que permanecÃa atado a un palenque e irÃa a buscar la tropilla que moraba por las noches en un potrero de alfalfa, muy alejado de la casa.
De allà vendrÃa la caballada necesaria para el arado o las rastras, o las carpidoras o la cortadora de alfalfa con su gran lanza que iba hacia un costado produciendo una lluvia verde sobre el campo y un olor penetrante de frescura que tocaban las pituitarias ávidas y con sólo eso uno se sentÃa bien.
Esto que trato de recordar, esto que trato de narrar de todos modos es de la época en que el viejo, es decir mi abuelo, ya no trabajaba el campo, habÃa delegado esa tarea a sus hijos menores. Todos los mayores habÃan emigrado y se ocupaban de peones rurales, única tarea que podÃan hacer por su conocimiento, experiencia y baquÃa. Como casi ninguno habÃa ido a la escuela o lo habÃan hecho esporádicamente ya que habÃa que trabajar desde muy chicos, no podÃan esperar otra cosa. Nunca supe, y ya nunca sabré a esta altura quién le puso en la cabeza a mi abuelo, que habÃa vivido toda su vida en el campo, que podÃa ponerse al frente de un negocio, él, que era analfabeto, y que --presumo- apenas sabrÃa dibujar su firma y sacar las cuentas, bien elementales. Mi abuela era muy vivaz, más inteligente que él, habÃa aprendido a leer y a escribir sin que nadie le hubiera ensañado nunca. Pero el viejo --que era desconfiado por naturaleza- no le permitÃa que ella atendiera sola a la clientela. Porque además sospecharÃa que ella podrÃa distraer algunas monedas para repartir entre sus nietos. Y era verdad esta sospecha porque yo era uno de los beneficiados directos, ya que ella me aseguraba la matinée del domingo, un paquete de manà con chocolate y la revista de historietas del dÃa lunes.
Cuando mi abuelo tomó la decisión de cambiar sus animales, sus escasas maquinarias y sus enseres de labranza, ya que no era dueño del campo, por un almacén y despacho de bebidas, tenÃa cincuenta y siete años y se sentÃa viejo y se sentÃa cansado, tanto trabajar para otro siempre, deslomándose. Alguna vez me contó que cuando era un niño de corta edad su padre lo llevaba al campo para que le ayude a arar. Lo hacÃan con bueyes. El padre de mi abuelo en la mancera y él manejando los bueyes. Como sus seis años no tenÃan fuerza para darle latigazos a los animales, mi bisabuelo le pegaba un chicotazo a los bueyes y de paso uno a él, para que aprendiera.
Esto me lo contó casi al final de su vida, cuando pasaba los ochenta, y como nunca fue proclive a las confesiones, yo lo doy como notoria verdad.
Imposible mensurar hoy cuánto sufrieron estos inmigrantes que cruzaron el mar escapando del hambre, y que luego nos engendraron en la tristeza de haber abandonado sus raÃces y en la presunción de que nunca serÃan de un paÃs, que les darÃa, sÃ, identidad a sus hijos y a sus nietos.
Pero ellos nunca se adaptaron, creo, y nunca fueron felices.
Mi abuelo al atardecer se sentaba en la galerÃa y miraba el campo.
Es lo que uno creÃa, pero cuando esa bandera de trigo tremolaba, él estarÃa mirando a través de esas olas amarillas, su lejana tierra a la que nunca volverÃa.
Entonces sacaba su pipa del bolsillo de su chaquetón de brin, metÃa la cazuela dentro de su tabaquera, luego con parsimonia la llenaba y encendÃa el tabaco dulzón que se volvÃa agrio en su boca.
Y a través del campo en reposo mirarÃa esas luciérnagas vivaces que incendiaban los alfalfares y tal vez soñara con su aldea que dejó colgada en su tierra y ahora sólo vivÃa en su memoria.
En su memoria que sólo de vez en cuando se atrevÃa a inquietar con recuerdo.
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