Cuando tenÃa diez años mis padres me llevaron a Europa por primera vez. Viajamos en el Giulio Cesare, un trasatlántico italiano que se convirtió en los quince dÃas que duró el viaje en el centro de operaciones lúdicas más estimulante que un niño jamás hubiera llegado a imaginar. Por aquellos dÃas no podrÃa haber aspirado a más. Mi madre no pensaba igual: temÃa perder a su hijo mayor en alta mar.
Según el barco iba dejando atrás los puertos de Montevideo y RÃo de Janeiro y se acercaba al ecuador, yo jugaba y compartÃa la mayor parte del dÃa con otros chicos de mi edad, en su mayorÃa de familia judÃa que iban a Israel. Atrás habÃa quedado la guerra de los seis dÃas, aún se escuchaban los ecos de la matanza de Munich -que Spielberg reconstruye en su última pelÃcula- y la historia se encaminaba decididamente a la guerra de Kippur. Ellos contaban que iban a la guerra con inocencia y entusiasmo y yo sentÃa envidia. Daniel, un chico de BahÃa Blanca, con quien más tiempo pasaba y quien aún hoy recuerdo, era el único que eludÃa el tema.
La guerra, entonces, era para mi un capÃtulo de Combate, con Vick Morrow a la cabeza de un grupo de soldados americanos deambulando por la campiña francesa, sorteando alemanes como quien avanza o retrocede con sus fichas en una partida de ludo. Años después sabrÃa que otra versión de esa guerra era la de Roman Polanski huyendo, solo y con apenas once años -casi mi edad y la de Daniel en esos dÃas-, escapando, decÃa, de los nazis a través de los campos de Polonia. Por cierto: en su versión de Oliver Twist, Oliver, también con once años, en plena fuga del hospicio hacia Londres, desamparado y sediento, bebe agua de un charco. Esa escena no está en el original de Dickens con lo cual, imagino, es más que probable que esté en la memoria emotiva de Polanski.
Nos despedimos en el puerto de Barcelona, donde nosotros abandonábamos el barco que seguÃa viaje a Cannes y a Génova.
Pero este era el viaje de ida y yo quiero escribir sobre el viaje de vuelta.
Hace unos dÃas Marilyn me envió un correo en el que se quejaba de su mala fortuna. Cuenta que ha caÃdo en sus manos una novela romántica que debe traducir del inglés al castellano. Acostumbrada a la traducción de catálogos de arte, biografÃas y a la edición de escritores americanos, de repente se ve envuelta en la retórica melosa de una autora americana que quiere hacerse un lugar en los kioscos de libros de las estaciones de trenes y de los aeropuertos. Dice Marilyn que parece una novelita de Corin Tellado; una de las que leÃa su abuelo Nino después de una larga jornada de trabajo en el ferrocarril. Romántica clausura del dÃa de un ferroviario argentino.
El folletÃn convierte el amor en un fin en si mismo; allà dentro, el protagonista busca disolverse en el otro; si el otro lo abandona o lo niega, se disuelve en la nada. Se acaba el mundo. Como la guerra en Combate: nunca acaba y los protagonistas nunca mueren. No hay un objetivo que alcanzar ni un aprendizaje que conseguir. Se trata de estar, no de ser; sólo disolverse en la experiencia de la guerra.
Después de estar un par de meses en España volvimos a embarcar un dÃa de abril de 1972 en el puerto de Barcelona. Era Semana Santa. La ciudad era gris y oscura; por alguna extraña razón el cielo siempre estaba amenazante aquellos dÃas: el sol nunca aparecÃa. Infinitas procesiones cruzaban la ciudad y el televisor del hotel, en blanco y negro, liberaba en la habitación el aire tétrico al que la ventana cerrada negaba el paso. La muerte estaba en todas partes y el Barrio Gótico, donde parábamos, era eso: un cuento gótico que aún no habÃa leÃdo pero que ya podÃa dar por vivido. Me enfermé. Nadie sabÃa de qué.
Subà al barco con fiebre y me llevaron directamente al hospital. Los médicos italianos se debatÃan entre varias hipótesis y yo esperaba el diagnóstico sin nervios: volvÃa a casa y eso me tranquilizaba. Al dÃa siguiente, antes de llegar a Lisboa las erupciones en el rostro confirmaron un sarampión matizado con algún disturbio que habÃan provocado las toneladas de chocolate ingeridas en las vacaciones. Mis padres, conmigo cautivo, empezaban las suyas.
Su nombre no quedó flotando en el adiós, simplemente lo olvidé. Pero no su rostro. Era delgado, dulce, con ojos claros y una piel pálida como su cofia y la falda, plisada con la rigidez del almidón, y la voz suave hablándome en italiano. Era la enfermera que me cuidó los quince dÃas de travesÃa. Y además de remedios, lácteos y purés, me alimentaba con novelas de CorÃn Tellado, el único material de lectura que habÃa a bordo. Pilas de novelas. Yo las devoraba una detrás de otra mientras el horizonte se mantenÃa estático entre el mar y el cielo, que cambiaban solo de color según las horas. Mientras tanto, yo ya era una vÃctima de la guerra, alguien que como mi amigo Daniel iba al frente de batalla, caÃa herido y ahà estaba, en el hospital de un buque de guerra frente a la costa africana, enamorándome de la enfermera según lo iba dictando CorÃn Tellado.
Todas las chicas de la historia eran igual a la enfermera. Tal era mi capacidad de sÃntesis. El muchacho que las enamoraba y las hacÃa sufrir en las páginas impares para darles un respiro en las restantes se suponÃa que era yo. Pero el problema eran los pantalones de dril. Los varones de la Tellado usaban pantalones de dril y yo no sabÃa que era eso. La enfermera, mi enamorada, que sólo hablaba en italiano, no tenÃa idea de qué le hablaba cuando le preguntaba. Mi madre tampoco tenÃa idea. Tuve que esperar dos semanas para llegar al diccionario de casa y descubrir que era un tejido de algodón con ligamento de sarga. Y una mañana que mi padre me llevó al centro, puede verlos con mis propios ojos en el escaparate de Thompson & Williams en la calle San MartÃn. Pero entonces ya era tarde. Estaba en tierra firme. Ninguno de los personajes de la Tellado se encuentra en ese sitio.
Mejor volver al hospital del barco. A mi imaginación suspendida sobre un campo de batalla que mecÃa el mar. A esa enfermera pálida que me hablaba en una lengua que yo no acababa de entender pero que no importaba porque el deseo imponÃa su propia voz. La travesÃa acabarÃa y con ella la guerra; me levantarÃa de la cama del doliente, me pondrÃa el pantalón de dril y me irÃa con ella.
En fin, acabemos la nota aquÃ. Marilyn tiene que trabajar en su novela romántica y yo me tengo que ir. No sin antes confesar que uno anda siempre por la vida buscando ese pantalón de dril. Peor aún: sigues sin saber qué es. Y no se lo puedes preguntar a tu madre.
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