Ahora estaba adonde la correa del ventilador decidió abandonarme, donde dijo basta, a treinta kilómetros de La Quiaca, hasta acá llegué en este mediodÃa jujeño. La única suerte fue que el recorrido del auto, el envión que traÃa cuando lo paré, terminó justo frente a este bar donde estoy esperando la grúa del seguro. Me dijeron que en una hora, que no me moviera de aquÃ.
El bar, al costado de la ruta panamericana, es en realidad lo que se suele definir como un boliche. De paredes provisorias, el techo, sobrecargado de ladrillos, enseres y artefactos herrumbrados, soporta todo el peso protegido por dos algarrobos gigantes. A un costado se pelean dos cerdos en el barro. En el otro, detrás de un tejido deambulan varios pollos y gallinas y patos picoteando el suelo. Avanzo por un pasillo de ladrillos que atraviesa el patio del frente y dos vÃas oxidadas semienterradas. Hacia el norte y el sur las vÃas se pierden en la inmensidad, la arena, los yuyos. Antes de entrar, me limpio los zapatos en una gastada alfombra de soga. Ingreso a la quietud penumbrosa a través de una cortina de tiras de plástico. Descubro el piso de tierra apisonada, siete mesas de diferentes linajes que respetan alguna distribución arbitraria, las paredes de madera color verde agua, y sobre ellas cuadros de lugares de esos que no se ven en ningún viaje. En un rincón han instalado alguna vez, con la urgencia de los acontecimientos inevitables, un pequeño altar provisorio que forma ochava y que sostiene efigies de varios santos, vÃrgenes, el Gauchito Gil. Aferrándose a sus candelabros, varias velas encendidas parecen resistir su final. La mesa que elijo renguea contra la ventana que da a las vÃas y a la ruta. La moza, gentil, apenas me siento, viene a colocarle un taquito de madera que saca de una caja del mostrador. Intuyo que van acomodando los equilibrios de las mesas a medida que el piso va cediendo con los lavados.
Otro viajero también disfruta de la quietud del boliche. Sentado a una mesa a mi derecha, en un rincón casi desolado, viste una bombacha chupina, alpargatas desflecadas sin medias, una camisa que pudo haber sido color azul y una boina de tejido indefinido que le enmarca la cara cruzada de arrugas, la boca casi escondida detrás de un bigote espeso y la barba gris de varios dÃas. Lo acompaña un plato de aluminio con manÃes, un porrón de cerveza vacÃo y el vaso a medio llenar. Mira concentrado el infaltable televisor. Supongo que es quien monta el caballo zaino sin atar que vi cuando entré, la cerviz vencida, una arpillera a modo de montura, las crines y la cola sembradas de abrojos.
El inefable televisor muestra a la Presidenta que desgrana datos de su gobierno en un discurso encendido. "Y decirles que estas son las cosas que no me dejan dormir. La mentira. No vamos a ninguna parte con la mentira. Porque cuando se miente tan descaradamente, miren, eso me quita el sueño. Es un episodio bochornoso el del Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires".
El hombre mira el televisor ensimismado, no desvÃa la vista ni siquiera cuando a la moza se le cae la copa que me traÃa y rueda hasta debajo de su mesa. De vez en cuando alza el vaso y se dispone a beber. Lo levanta en dirección al televisor, como ofreciéndoselo a la pantalla, lo sostiene en el aire un par de segundos y luego, ceremonioso, se lo lleva despacio hasta la boca. Como si lo besara, como si fuera un descubrimiento, sorbe un trago, siempre la mirada en el televisor. Después deposita el vaso nuevamente sobre la mesa sin mantel casi con el cuidado que le dispensarÃa a su alma. Unas gotas de espuma han quedado colgando del bigote. "La actitud del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires es profundamente injusta con el resto del paÃs, porque nosotros aportamos fondos federales para los trenes que sólo están concesionados aquÃ, en esta ciudad, que no están en nuestro norte o nuestro sur por ejemplo. No se pueden revolear concesiones como si fueran pares de zapatos, y por eso les debo decir que..."
La interrupción no se debe a una sorpresiva falta de luz, no se apagó al aparato. Un brazo extendido todavÃa sostiene el control remoto en el extremo, como gobernando la luz de la pantalla. Cuando completo el cuerpo que sigue al brazo, veo que viste impecables bombachas de campo, botas recién lustradas y camisa celeste con pañuelo bordó al cuello. Un sombrero negro de ala ancha trata de cubrir una preparada melena gris que pugna por destacarse sobre la nuca. La vestimenta impecable ha entrado por una puerta detrás del mostrador y desde allà cambió de canal. El paisano que toma cerveza no ha dejado de mirar la pantalla. El cambiador de canales toma ahora con apuro un café que al llegar ya estaba servido. Parece mirar con atención la pantalla mientras le da algunas instrucciones a la moza. En el nuevo canal seleccionado, un canal de noticias, aparece un cuadro pequeño al costado donde la Presidenta sólo gesticula. En el resto de la pantalla, con un subtÃtulo que dice "Inauguración de...", el Ingeniero. "La ciudad de Buenos Aires es discriminada, sus habitantes son discriminados y padecen las consecuencias, y esto es producto único de las mentiras del Gobierno Nacional. No vamos a ninguna parte con la mentira. Tenemos que ir hacia un nuevo esquema, con creciente protagonismo de las provincias y los municipios". El paisano, paciente, levanta nuevamente el vaso hacia la pantalla y luego se lo lleva a la boca repitiendo la ceremonia. Las gotas de espuma vuelven a colgar del bigote.
El hombre de la vestimenta salió. A través de la ventana veo que sube a una camioneta roja y sale patinando sobre la tierra y patinando sube a la ruta en dirección a La Quiaca. El Ingeniero sigue hablando, incólume, preocupado. La moza, detrás del mostrador, mira al paisano, se encuentra con su mirada, toma el control y cambia de canal. Aquà la Presidenta gesticula enojada y habla algo más afónica. "No me va a temblar la mano para tomar una decisión. Mal que les pese a los que siempre ponen palos en la rueda, a los que mienten, vamos a encarar la sintonÃa fina para que los subsidios lleguen a las personas que los necesitan". Estallan los aplausos y vÃtores cuando dice:
--Hay miles y miles de habitantes en Capital y Provincia que necesitan el tren.
La presidenta habÃa terminado su discurso, la barra, los legisladores aplaudÃan y la moza volvió a cruzar una mirada con el paisano. Después me miró a mÃ, tomó el control y volvió al canal de noticias. "Y otra vez la mentira, otra vez los porteños tendremos que sufrir esta hecatombe, esta desgracia de vivir en una ciudad paralizada, la Capital del PaÃs paralizada por la falta de trenes". El paisano toma un manà con dos dedos, lo observa unos instantes, y después se lo lleva a la boca. Luego mira el vaso de cerveza, lo mueve, lo gira, parece que deposita la mirada sobre el fondo espumoso. Por último lo levanta, lo eleva bien alto en dirección a la pantalla y ahora sÃ, con una rapidez insólita se toma de un trago el último tramo de su cerveza. Después se pasa la lengua borrando del bigote las gotas de espuma.
Ahora lo veo por la ventana que da a la ruta. Apenas salió se detuvo frente a la cabeza del caballo, le puso una mano sobre las orejas, con la otra hizo visera sobre sus ojos y se puso a mirar en contraluz el fondo del paisaje de montañas, lejano, la bruma que lo difumina. Luego de unos minutos acomodó la arpillera sobre el lomo del zaino, montó con cierta dificultad y comenzó a irse hacia el norte. Vuelvo a mirar el televisor. Me nace un ademán. No lo completo. La moza me mira. Creo que se da cuenta de mi intención de agarrar la copa y levantarla hacia la pantalla. Vuelvo a mirar hacia la claridad de la siesta. El paisano se aleja por las vÃas al paso del caballo.
Desde el fondo de la reverberante cinta asfáltica, comienza a agrandarse el camión de la grúa. Llamo a la moza para pagarle. Salgo a la ruta cuando el conductor acaba de bajarse. Miro hacia el norte. Caballo y jinete son casi un punto que se pierde contra el horizonte, donde las vÃas juntan sus restos oxidados.
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