a Toto, Chajá, Tago y Ñangá
Ese hombre vivÃa en la última calle del pueblo donde las acacias pertenecÃan más al campo que a la zona urbanizada. En esa casa precaria donde era el único habitante, y donde la mitad del dÃa lo pasaba perdido en sus recuerdos y la otra mitad tomando mates mientras miraba ese rectángulo de alfalfa que en verano se comÃa todas las motas de polvo pero recibÃa como en éxtasis un millón de coloridas mariposas.
Ese dÃa pasó un grupo de chicos con sus tramperas para cazar pájaros, y, como siempre lo saludaron efusivamente levantando los brazos, gesto que a él le hizo sonreÃr, y retribuyó con una mano en alto que recién bajó cuando los chicos comenzaron una carrera que hizo levantar el polvo malamente asentado en la calle y los fue desvaneciendo a su visión hasta ver sólo un grupo de manchas difuminadas en el espinazo soleado del verano.
Ese grupito que él veÃa pasar a diario por su casa y raramente se paraba a cambiar dos palabras con él, a los pocos años se desvaneció en los rápidos de la vida, se dispersó como flores de cardo a merced del viento casi sin dejar rastros.
Al llegar a la adolescencia en todos los pequeños pueblos los chicos y las chicas emigran. Primero a estudiar y al finalizar, pocos son los que vuelven a esos lugares donde las oportunidades de trabajo brillan por su ausencia como dice el refrán popular o el lugar común de la costumbre.
De ese grupito trotador de las siestas de verano no queda sino tal vez en el recuerdo de unos pocos o tal vez de ninguno el recuerdo de este hombre que con su sola presencia ordenaba sus emociones y hacÃa permanecer al mundo firme con su sonrisa y ese saludo entre irónico y protector.
De todos modos aunque a sus intereses de entonces el hombre solamente pudiera creerse que era parte misma del paisaje, y aún si asà lo fuera, lo era de una forma distintiva.
Y es seguro que si hoy obrara el milagro de juntarse de nuevo, todos, hasta se reconocerÃan en el nombre de ese hombre mayor y solitario que les acompañaba con el gesto, el saludo con la mano en alto y con la mirada protectora o tal vez envidiando a esos pibes que recordaban su infancia perdida. Aquel grupito del que hoy no se acuerda nadie volvÃan de sus incursiones al atardecer con sus pájaros entrampados, o sus bagres ensartados en un alambre si se habÃan desviado hacia algunos de los cañadones vecinos, o sus bolsas de trapo llena de pajaritos muertos si la intención hubiera sido la caza ese dÃa.
A esa hora resultaba muy raro que el hombre estuviera en ese mismo lugar, andarÃa dentro de su pequeña vivienda trasegando en procura de prepararse una cena, asà que era muy difÃcil que los viera de regreso, porque el hombre gustaba de recogerse temprano. Pero aún en las excepciones, si él andaba por el patio todavÃa, ese patio de tierra que nadie le barrÃa, y que muchas veces quedaba acolchonado por las hojas de los fresnos cuando el otoño arreciaba, apenas levantaba una mano que a veces no tenÃa respuesta, porque los chicos no miraba hacia la casa, tan entretenidos venÃan. Distinto era a la ida, cuando ellos lo tenÃan mentalmente presente y casi empezaban a verlo sentado en ese banquito "de matear" como él, el hombre, tal vez lo definiera, y para que esa siesta fuera productiva, ellos esperaban esa presencia muda, pero absolutamente necesaria.
Hoy, si el milagro del reencuentro sucediera, porque cuatro están dispersos por el mundo y sólo uno, un referente fundamental, queda en el pueblo, digo si ese milagro sucediera tal vez pueda recordar el nombre de ese hombre solitario que con sus ojos bondadosos los vio correr levantando el polvo de muchos veranos sucesivos.
Eso hace tanto tiempo, cuando el mundo cabÃa en un pañuelo o en el vuelo elegante de esa bandada de garzas que en sus alas sostenÃa la argucia más plena del verano.
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