Eran tiempos demasiados lentos pero también eran distintos, no sé si mejor, dirÃa González Tuñón. Y aclaraba nuevamente: eran distintos.
La manteca que tanto me gustaba era carÃsima y sólo la comÃa cuando iba al campo donde vivÃan mis parientes, que la hacÃan casera, ¡y era tan rica! Un gusto exquisito que ya mi paladar ha perdido para siempre. Muy de vez en cuando mi madre juntaba sus monedas y yo iba hasta el almacén del Cholo Belluschi, quien con un sabio corte de cuchillo cortaba el paquete de 600 gramos y lo cortaba al medio. No habÃa otro en ese tiempo.
-Medio paquete de manteca le pedÃa yo desde la puerta con las papilas hechas agua.
Con el dulce de leche era distinto. Se vendÃa suelto, era muy barato y muy rico, grueso, áspero que hacÃa la delicia de todos nuestros paladares simples. Cuando a mi madre le caÃa una visita de improviso, luego que se acomodaban en el pequeño comedorcito hechos los saludos de rigor, ella me hacia una seña imperceptible y yo salÃa hacia el patio y me paraba en la ventana de la cocina. Ella entonces me alcanzaba unas monedas y una gran taza de loza blanca con un dibujo celeste en el fondo. Entonces yo corrÃa los cien metros llanos hasta el almacén del Cholo y le pedÃa que me llenara la taza con ese rico manjar. El pesaba el recipiente y abrÃa un inmenso tarro de cartón de cinco kilos donde venÃa el dulce. Lo iba llenando con una cuchara grande de madera hasta dar con el peso. Pero yo no me movÃa hasta que me ponÃa la última pizca, era la yapa, algo de rigor en esos tiempos. No se le olvidaba nunca, pero si eso sucedÃa, yo le reclamaba:
-¿Y la yapa?
Entonces volvÃa a correr los cien metros y disimuladamente ponÃa con mi pequeña mano esa exquisitez a través de la ventana en la mesita de la cocina. Y aparecÃa en el comedor, como si nada. Y allà mi madre estarÃa con sus amigas de mate y conversación fluida.
Cuando las visitas avisaban era distinto porque ella preparaba algún agasajo de ocasión para acompañar el mate, que podÃan ser unos ricos buñuelos o rosquitas al horno con azúcar impalpable o algún biscochuelo que habÃa horneado esa mañana en la cocina económica.
Todo este misterio del dulce de leche y su trámite --muchas veces he pensado--, no pasarÃa desapercibido como es lógico para sus amigas, pero eran aquellas épocas discretas, donde todo debÃa ser hecho con discreción ya que confianza entre ellas no habrÃa faltado para hacerlo abiertamente. El rico dulce de leche se expondrÃa sobre unas rodajitas de pan que podÃa estar tostado o no. Y se servÃa en un plato común, "para acompañar el mate" decÃa mi madre a modo de disculpa.
A mà me hacÃa un gran tazón de mate cocido y luego de despacharme unas cuantas rodajas de pan con ese sabroso dulce me iba hacia la calle seguro de que el permiso no era necesario porque ella, mi madre, de natural callada, se ponÃa muy conversadora cuando venÃan sus amigas o alguna de las cuatro o cinco vecinas con las cuales tenÃa amistad o buen trato, muy cordial al menos.
Era, por lo que recuerdo, la más joven de todas y me encantaba verla entre sus flores, en ese jardÃn que era su orgullo y su esmero con ese batón celeste y su delantal, al que habÃa bordado una paloma en un extremo que cuando ella caminaba parecÃa presta a tomar vuelo y mezclarse con las que picoteaban miguitas y algún gusanillo por el mismÃsimo patio de tierra.
De la cocina, seguramente, siempre emanaba algún olor que era pasible de abrir el apetito y poner las cosas en un punto agradable, en una disposición que abrÃa ese optimismo de vivir, con ese empuje imparable que tienen los chicos en la energÃa que los años van limando de a poquito y lo dejan a uno en esa incertidumbre donde se puede creer que muchas veces las cosas no sucedieron. Que no sucedieron asÃ, al menos, pero que mucho se le parecen o hubiera sido bueno que asà fuera.
Olvidé decir que en esos tiempos lentos de los mates de mi madre, que como buena italiana no los tomaba amargos, sino, con una pizca de azúcar y de vez en cuando con dos hojitas de peperina o una cascarita de naranja seca que pendÃa de un clavo suspendido en la pared. Digo que olvidé decir que sólo yo salÃa luego de lavar la taza donde habÃa tomado mi merienda, un mate cocido que a mà a esa hora de la mediatarde me sabÃa a gloria como nunca y era el energizante que me hacÃa correr detrás de la pelota esquiva mientras nos trenzábamos en esos picados donde se dirimÃa no un partidito de fútbol sino la mismÃsima guerra de las Galias.
Mientras me madre mateaba con sus visitas improvisadas y el cielo expandÃa su azul hacia la altura que solo cruzaba una pesada paloma solitaria.
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