MatÃas se sentó con total indiferencia. No, no era su hermana, aquella que lo miraba desde hacÃa un rato, con los ojos fijos. No, no era ella. Y sin embargo la oyó, con su voz nÃtida y familiar, hablarle otra vez de aquellas cosas. SÃ, recordándole una vez más aquellas malditas cosas de las que él nunca habÃa hablado y que sin embargo ella sabÃa. De esas cosas de las que no querÃa oÃr hablar ni volver a imaginarlas. Del bosque, la casa oscura y el viento frÃo que aullaba afuera, haciendo crujir las ventanas destartaladas. Aquella noche fue horrible pero no, no querÃa volver a imaginarla. Y ella sin embargo lo sabÃa, lo habÃa sabido desde siempre, aún desde antes, desde mucho tiempo antes de que ocurriera. Ella sabÃa y callaba, y lo miraba con sus ojos frÃos y atónitos. Y sin embargo una vez, varias veces, ¿cuántas? ella habÃa hablado, en su mundo compartido y único, de aquella noche. MatÃas nunca, nunca quiso recordarla. Y su hermana se la mostraba cada vez, con una sonrisa maliciosa y despectiva, otra vez bajo los árboles del bosque, ocultos en aquella espantosa casona. Y los fantasmas de MatÃas aparecÃan muchas veces, llamados por su risa, fresca y segura. Y doliente, muy doliente. Tanto, que MatÃas tenÃa que acostarse y tratar de dormir, pero las figuras aparecÃan una vez y otra más bajo sus ojos cerrados. Y bailaban con ella cuando los tenÃa abiertos. ReÃan desde su risa y acusaban desde su boca cerrada. Y MatÃas, una y otra vez, la odiaba, frÃa y ciegamente. Por saberlo, por haberlo sabido todo desde el mismo principio, o mejor dicho desde antes del principio mismo. Lo que habÃa pasado aquella noche dantesca no era bueno. Y MatÃas, acusado por su hermana, vivÃa prisionero de sus propias maldades.
Y fue asÃ.
Desde esa noche vivió perseguido, acusado tácitamente, conviviendo con sus propias bestias, indomables y malignas.
Sin embargo, no parecÃa ser su hermana aquella que lo miraba con los ojos fijos y la boca abierta, sentada en su sillón, como siempre lo hacÃa. Estaba pálida y frÃa y no hablaba, sus manos cruzadas sobre el vestido de seda. Y MatÃas no escuchaba nada, y sin embargo recibÃa los ecos de su voz, de sus últimas voces, acusándolo desde el silencio.
Ella desapareció aquella tarde.
Otra vez llovÃa y el viento se encrespaba en las copas de los árboles. La tormenta habÃa acercado la noche, sin remordimientos, como siempre lo hacÃa en aquellos horribles dÃas del invierno.
Ella desapareció aquella tarde, con la noche temprana que avanzaba.
El la acompañó, sin dejar de mirar, cada vez con más desprecio, sus grandes ojos fijos. La acompañó hasta el jardÃn, con sumo cuidado para que no cayera. Y allà estuvo largo rato, tratando de hacer su trabajo cada vez más ameno, tomando el tiempo necesario en cada golpe, respirando después de enterrar la pala. Y asà continuó mucho tiempo... hasta que el último terrón de tierra quedó aplastado, otra vez, entre las flores. MatÃas regresó, lento, mojado. Toda su ropa chorreaba cuando entró a la casa. Se bañó y se cambió. Sintió un infinito placer cuando cenó solo, sin escuchar el ruido de otro plato a su lado. La tormenta siguió azotando la noche, persistente y maldita. Sin saber por qué se sintió muy satisfecho. Sin embargo, aquella noche, creyó oÃr otra vez, entre sus sueños, los ecos de su risa, acusándolo desde la tierra mojada.
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