El golpe de la pelota sobre el césped de la cancha pegaba en mi cabeza con el ruido de un gong. Y producÃa una adrenalina que hacÃa circular con más velocidad mi sangre.
Ese golpe, ese ruido que daba en mis oÃdos como un tambor funcionaba como un irresistible llamador que ponÃa todo mi cuerpo en una situación hueca de templanza, era todo brÃo y todo deseo de echarme a correr. Saltando los tejidos que me separaban con sólo cincuenta metros de distancia del fondo de nuestro terreno.
Para qué esperar y caminar las casi tres cuadras que formalmente separaban la puerta de mi casa y el portón de la cancha que usábamos para entrar a ese pequeño estadio arbolado, que exhibÃa algunos juegos infantiles (hamacas, trapecios, subibajas, areneros y hasta una calesita voladora) y una cancha de paleta y por supuesto el campo de fútbol con sus arcos que en los primeros tiempos tenÃa un tejido de alambre como red, hasta que las confusiones que producÃa tan incómodo material, un dÃa con razonable actitud, la Liga Interprovincial obligó a sus afiliados a poner redes de piolÃn para que marcaran el gol con seguridad.
Yo podrÃa escribir sin exagerar que en ese tiempo, la no autorización de correr hacia esa pelota que golpeaba en el suelo podrÃa ser causa de una angustia que cerrara mi pecho. Cuando estaba el sÃ, de mi padre especialmente, yo respiraba hondo y apenas oÃa la recomendación de volver temprano me comÃa el viento, corriendo, y saltando dos alambrados o tres, estaba en un único paraÃso en ese tiempo de ilusiones posibles. Si estábamos solos con mi madre era distinto, nunca oponÃa un reparo, salvo que tuviera que hacer un mandado de urgencia, ya que estos se hacÃan de mañana y la pelota sólo saltaba de tarde, porque asà lo disponÃa el canchero.
A veces era de los primeros y tenÃamos que esperarlo. Que bajara de su bicicleta, que parsimoniosamente sacara una gran llave del bolsillo y abriera el cuarto donde guardaba las redes y la pelota, y saliera con ella bajo el brazo y nos recomendara:
A cuidarla muchachos, ¿eh? Porque la pelota se rompe.
Esos picados eran una ampliación bastante generosa que excedÃa la barrita de la cortada de la esquina, como decÃamos nosotros.
Por lo tanto venÃan chicos de otros barrios y no sólo los simpatizantes de nuestro club sino del otro también. HabÃa una sola cosa allà que lo hacÃa todo muy democrático: las ganas de jugar y a veces se mezclaba con nosotros algún jugador de primera división, y que en esos tiempos en los pueblos nadie entrenaba. Supongo yo que vendrÃan a correr un poco.
En invierno, otoño y primavera, se empezaba a la una de la tarde ya que oscurecÃa temprano por lo cual debÃamos aprovechar al máximo la luz. En verano hasta la seis no empezábamos porque podrÃamos seguir hasta tarde pero con la cautela de evitar una insolación.
La mecánica era siempre la misma.
Al principio éramos pocos y dos se ponÃan en el arco, para atajar los tiros que le producÃa el resto -por riguroso turno- desde el lÃmite de la raya 18. El que iba llegando se sumaba, y alternábamos con los que cubrÃamos el arco. Cuando juzgábamos suficiente el número, hacÃamos un picado donde elegÃamos (en especial los mejores, para que fuera más parejo) y ocupábamos la mitad de la cancha, a lo largo, es decir, de este a oeste. Cuando se seguÃan sumando, en algún momento ocupábamos la cancha entera. Siempre tratando de ubicar los rezagados con un criterio de justicia y equidad. Como para hacerlo más llevadero al picado y asà divertirnos todos, ya que a nadie le gustaba ser bailado impunemente si los jugadores más hábiles desequilibraban la balanza escandalosamente para un lado. Esto se cumplÃa rajatabla y era casi la única condición que ponÃamos, y era fácil, porque ya todos nos conocÃamos, era raro que apareciera un tapado.
En algunas épocas, no era raro que jugáramos con un poco de público. Algún dirigente, algún jugador como dije antes, algún retirado de la actividad, y curiosos, porque eran los que más abundaban.
Muchas veces he pensado que muchos de aquellos chicos, que llegaron a muchachos y luego hombres, no habrán pensado o sentido alguna vez la comezón de la nostalgia por aquella libertad gozada, disfrutada y perdida hoy para siempre.
También alguna vez he pensado que tal vez hoy quede algún chico que al oÃr picar una pelota de fútbol se llene de ansiedad como para salir corriendo, saltando y trepando alambrados y tejidos para llegar a ser tenido en cuenta en ese espacio donde sólo reinaba la libertad, el deseo siempre, pero maravilloso de compartir un rato de alegrÃa e ilusión.
Porque todos o casi todos, también soñamos con vestir un dÃa la casaca de la selección nacional.
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