A los siete años de edad mi abuela paterna vino en un barco desde Italia con el temor de sus padres porque venÃa enferma.
Me sabÃa contar luego que venÃa aterrada, escondida bajo la cucheta inferior de tercera clase que traÃa a un grupo grande de inmigrantes italianos, la mayorÃa marchegÃanos, de la ciudad de Macerata, de donde ella era oriunda.
El terror de ser descubierta y ser desembarcada en cualquier puerto anterior a su destino, que era Buenos Aires, la acompañó siempre, pero pudo superarlo porque tenÃa, pese a su cuerpo más bien enjuto, una valentÃa y un tesón a toda prueba.
Se radicaron, no sé cómo ni por qué, y ahora es tarde para saberlo y tal vez ni ella misma lo supiera, en un campo vecino al pueblo de Villada en nuestra provincia de Santa Fe.
Nunca supe cuántos hermanos y hermanas tuvo, pero yo conocà a varios: tÃa Pascualina que vivÃa en Firmat; Nello, Cholo, Luisa y Juana, en Chabas y tÃa Pepa que se habÃa radicado joven en Ramos MejÃa, con su marido. Hubo otra, Elena, que habÃa muerto antes de que yo naciera, cuya foto anduvo por toda mi infancia y por lo que recuerdo era muy bella, tal vez un tributo de Dios, para que los que mueren jóvenes.
Cómo conoció a mi abuelo es un misterio, porque hasta donde yo sé, éste se habÃa radicado en campos de la provincia de Córdoba, cerca de Capilla del Monte.
Una de las versiones que circulaba en la familia es que él vino a trabajar en la cosecha fina a la chacra donde arrendaba mi bisabuelo, don Francisco Francisconi y de allà al poco tiempo salieron casados para campos de mi pueblo. Ella tenÃa dieciséis años y el veinticinco. Ella era baja, de pelo largo, negro, tenÃa grandes ojos oscuros que todo lo miraba con asombro. Cuando se casaron ella estaba embarazada. Al poco tiempo nació mi padre, al que siguieron: MarÃa, Juan, Kelo, Pancho, Eduardo, Aurelio y Teresa, a quien sus padres llamaban Nena.
Según mi abuela me supo contar antes de morir, mi abuelo nunca la quiso y se casó con ella por despecho porque estaba enamorado de una de sus hermanas y nunca fue correspondido. Ella justificaba o trataba de entender por que la maltrataba tanto.
El primer recuerdo que tengo de mi abuela, que se llamaba Laura, tiene que ver con la última chacra que arrendaron a dos leguas del pueblo. A la casa la habÃa hecho levantar don Luis Burki; un suizo alemán que vino con el colonizador de esa zona, fundador de hecho de mi pueblo, don Emilio Vollenweider. Como buen germánico, Burki levantó una sólida casa de ladrillos, vecina a un canal que todavÃa desaguan los campos de la zona y que se hizo en la década del treinta del siglo pasado. Allà todavÃa recuerdo ese hermoso puentecito de madera donde me ponÃa con mis tÃos a pescar bagres y mojarritas cuando venÃa la creciente. Puentecito que no volvà a ver y que me llega en sueños con su bandada de benteveos y petirrojos o carpechos que se tiraban en bandadas sobre un campo de trigo.
Esos pájaros merodeadores que siguen zambulléndose entre las espigas doradas, permanentemente en mi memoria.
La casa tenÃa el frente que daba al norte, una gran galerÃa y su piso de baldosas coloradas donde mis tÃos menores se ponÃan a cuatro patas como si fueran un caballito y me subÃan a su espalda y me paseaban hasta arrojarme al suelo.
Hasta que aparecÃa mi abuela, el cabello peinado con una gran trenza oscura sobre la espalada, y con una olla en una mano y una cuchara de madera en la otra, diciendo a sus hijos:
-A ver grandotes, dejen a ese chico tranquilo que quiero hacerle probar este dulce de higo que estuve haciendo para él.
Y yo, en mi agrandado orgullo de cuatro años aprobaba esa exquisitez que se derretÃa en mi boca.
Mientras mi abuelo andarÃa en el campo con sus animales y en el monte de naranjos seguramente zurearÃan las torcazas anunciando un tórrido verano donde no se quedaba atrás la estridencia de todas las cigarras.
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