José Dalonso me dice que mis escritos le recuerdan a la escritura de Haroldo Conti. Se lo acepto porque viene del afecto y porque me conviene, dirÃa Borges, pero en verdad me queda holgado. Porque el mundo de ese hombre verdaderamente grande se agiganta con el paso del tiempo y uno puede sentirse halagado no en la comparación, que ni la sueña sino en la filiación que permite una sugerencia.
Porque su literatura está hecha de caminos, de gente muy humilde, de naufragios, de sueños y también de escondidos caminos de llanura.
Esos caminos que ingresan profundamente en los campos, lejos de las autopistas y las rutas asfaltadas, se bifurcan en callejones, bordean los alambrados que guardan los animales y los sembrados verdes o amarillos. De vez en cuando un monte de eucaliptos, de casuarinas, de acacias, de pinos que la piedad o el buen gusto le robó la soja, porque rara vez quedan casas. Porque esos montes no nacieron de la nada ni los puso Dios para regalar sombra a seres humanos o animales mansos. No. Alguna vez hubo gente habitando, engendrando, creando allÃ, trabajando y sus niños yendo a alguna escuelita rural con su mástil, su bandera y su campana colgada de un árbol para llamar a clase.
Hoy no queda nada de eso. Salvo la sombra de ese monte ya centenario que recoge el sol con felicidad y angurria, que en un momento del dÃa recibe la sombra de una nube gigantesca que vuelve más sombra su sombra, que entre las ramas de esos árboles aunque juntos, solitarios, porque no reciben voz humana, pero al menos allà siempre están los pájaros construyendo sus vidas y en el yuyal del piso merodeará seguramente muy orondo un ejército sinuoso de alimañas.
Me gusta, cuando viajo, ir mirando esas islas flotantes y verdes bajo el sol y a juzgar por la cercanÃa que tiene un monte de otro uno puede presuponer sin equivocarse que tanta gente fue vecina en otro tiempo y vivió trabajando en la paz de Dios, cuando las condiciones de la producción rural estaba más cerca de la experiencia primitiva y no soñaba con esta explosión tecnológica que resulta una maravilla ver. Pero todo el trabajo ahora es sin épica sin el sacrificio que yo vi padecer a mis mayores. Y me alegra mucho que asà sea.
En aquellos tiempos raramente habÃa un tractor. La tracción a sangre era de rigor. Por esa razón cualquier chacrita tenÃa sus grandes caballadas que se uncÃan con arneses a esa complicada red de balancines y cadenas a los arados, las sembradoras, las cortadoras de cardo, sólo la cortadora de alfalfa era simple: una estructura de hierro que incluyera un asiento para un hombre (el mismo que se usaba en los arados de dos rejas) una gran lanza de madera en el centro y a sus costados los balancines para los dos caballos, una guadaña larga al costado que se inclinaba a lo alto y se ponÃa horizontal para el trabajo. Esta cuchilla tenÃa sus dientes externos para acomodar el alfalfa que caÃa al costado con su profundo olor a trébol y una lluvia de mariposas amarillas, naranjas y blancas. Era muy hermosa verla trabajar, porque allà habÃa algo de poético que las otras tareas no tenÃan.
Salvo las trilladoras que sà eran con motor y venÃan por las últimas calles del pueblo con su casilla, su carrito aguatero y su caterva de perros.
Y cuando entraba en los campos amarillos de trigo era un jolgorio bajo el sol de los eneros porque ese canto del motor se me metÃa en la sangre.
También estaban las rastras para romper los terrones más grandes de la tierra recién arada. HabÃa que prepararla entonces para que pasaran las sembradoras.
Se ataba uno o dos caballos de tiro, sobre un enrejado de grandes cuadros de hierro con punzones gruesos.
Allà iba parado un hombre, en la soledad bajo el sol y a veces una llovizna finita que calaba los huesos. Cuando llovÃa fuerte habÃa que parar, como en toda tarea al aire libre. Por supuesto.
Pero esos eran otros tiempos, pasados al fin, que son los que alimentan la memoria y la nostalgia. De la mano, siempre en buena sociedad.
De todos modos, cuando viajo o cuando una felicidad extra me permite acercarme a esos lugares hondos de sombra propicia, disfruto esa quietud bucólica y me entretengo pensando que ya las voces de los niños que aprendieron a caminar, bajo esta sombra espesa serán hombres.
Y tal vez alguno recuerde esta delicia que ahora sólo quede para el canto de los pájaros, el vuelo de las garzas muy blancas que se elevan bien alto buscando alguna de las pocas cañadas que quedan escondidas entre un millar de juncos.
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