En este tiempo, a esta hora, ya es de noche. El invierno está cerca. Por esa época el viejo carneaba para Domingo Cléreci.
Faenaban un par de cerdos que habÃan estado en engorde desde la primavera anterior. Los sacaban de a uno del pequeño chiquero donde apenas podÃan moverse y sólo comÃan. Cuando pesaban cerca de quinientos kilos los sacrificaban. Los sacaban de a uno para que no se trasmitiera uno al otro el miedo porque apenas estaban en el patio gritaban realmente "como marranos", como dice el dicho popular. Quiere decir que algún presentimiento de muerte tendrÃan, y si no, no hubiera sido tan significativo ese terror manifiesto.
Lo ataban de las patas traseras con sogas entre dos hombres. Les sujetaban las de adelante y lo tiraban vivo, dentro de un gran fuentón donde se le aplicaba un corte rápido a la carótida y la sangre salÃa a chorros. Con la última gota se lo tiraba sobre una carretilla y se lo rociaba con agua hirviendo que habÃa estado calentándose en una gran caldera, para ablandarles el pelo que se le sacaba con un cuchillo filoso. Se tiraban las sogas, atadas las dos patas, sobre un tirante puesto entre dos árboles y quedaba colgando cabeza abajo. Un corte certero desde el cuello hasta el vientre y se le sacaban las vÃsceras que se separaban y se ponÃan en una olla con agua, las partes que no servÃan para comer se las tiraban a los perros que pululaban histéricos alrededor de todo este ritual de sangre y sacrificio.
De estos dos inmensos cerdos se irÃan produciendo todos los manjares al que cualquier paladar exigiera. Chorizos, costillares, morcillas, queso de chancho, chorizos para conservar en grasa de cerdo. En una gran olla negra, en el patio, debajo de los sauces, hervÃan calmosamente los chicharrones con los cuales se harÃan luego los famosos panes.
Nuestra ansiedad no permitÃa llegar a esa industriosa instancia y robábamos puñados apenas enfriados al aire y los ponÃamos dentro de una galleta que ahuecábamos, desmigajándola previamente.
Nosotros, los más chicos, pedÃamos la vejiga, que inflada convenientemente nos servÃa para sustituir una pelota de fútbol. Es decir que nos venÃa a paliar esa carencia y nos lanzábamos detrás de la casa, en ese inmenso patio que cubrÃan los paraÃsos. Era muy liviana, es verdad, pero como niños desposeÃdos de juguetes todo nos venÃa bien a nuestra imaginación, que no nos faltaba un instante.
A esta tarea se le decÃa facturar. Y convocaba al trabajo solidario de parientes, amigos y allegados que en dos o tres dÃas deberÃan dejar todo listo para proseguir con el trabajo en otra chacra y luego en otra. La comida debÃa durar hasta el invierno siguiente, y se guardaba -a falta de una heladera- en las famosas despensas que eran piezas muy frescas, con el techo protegido por cañas para que la chapa no concitara al calor. Allà se colgaban en varillas de madera las exquisiteces que el ingenio y la tradición producÃan: chorizos, pancetas, bondiolas, queso de chancho, y alguna variante que a mi recuerdo no acude o que mi memoria no puede perforar.
En ese tiempo anochecÃa más temprano y la tierra parecÃa un animal echado, que plácidamente dormÃa ocupando todo el cuerpo que lejos de estar en silencio, reproducÃa el mugir de las vacas, el balar tonto y cansino de las ovejas, el griterÃo estrepitoso de las gallinas que buscaban un lugar para dormir en las rejas de madera que llamaban gallineros o en su defecto en las ramas más bajas de los árboles.
Pero el campo además tenÃa otra música que producÃa el grito de alguna lechuza cruzando admonitoria y final sobre las almas de supersticioso temor, el croar de las ranas en la laguna cercana, el sinfÃn de ruiditos minuciosos e inapreciables de los insectos que no acertábamos a nombrar. Era una hora especial, donde el campo parecÃa querer decir algo, y que se prestarÃa en cualquier momento a hablar.
Mi madre, por otro lado, colaboraba con su familia. TÃos y primos, sufridos chacareros que trataban de sacarle jugo a la tierra para subsistir, y en la época de la carneada como se le llamaba a estas tareas dividÃan el esfuerzo con mi padre. Como era difÃcil que coincidieran los dÃas, yo ligaba todo este esplendor y (para mÃ) diversión que compartÃa doblemente.
Después vendrÃa la época de las perdices, y luego el de las liebres. Era una época muy feliz para mi padre, para mis tÃos (sus hermanos y cuñados) y para mà que trataba siempre de colarme en estas verdaderas fiestas que duraban varios dÃas.
Luego estarÃa también el gran trabajo para las mujeres que debÃan hacer las liebres en escabeche para que durara un tiempo, o los patos a la parrilla o en guiso, previo sacarle con mucho vinagre ese olor a carne salvaje.
Todos estos recuerdos aparecen bajo soles espléndidos o debajo de finÃsimas lloviznas atravesando los campos arados o los rastrojos, pero exentos siempre de tristeza por que a ellos los recuerdo siempre jóvenes, alegres, llenos de una vida que uno, tan chico, suponÃa permanente.
Y los regresos de estas cacerÃas se producÃan siempre cantando, montados todos en una alta chata con ruedas de goma, tirada por caballos que trotaban desde la noche aproximándose al pueblo, oscuro, tirado sobre el campo como un grupo de perdices echadas, las bailoteantes lamparitas de las afueras que nos recibÃan con timidez, y uno que al aproximarse a la casa la veÃa más mezquina, más pequeña, más austera como a la misma calle, ahora oscura, luego de venir del campo amplio, libre, desesperadamente amplio que producÃa un contraste, inconcebible, inesperado, mientras las lechuzas de mal agüero cruzaban con su grito estremecedor, invisibles en el telón oscuro de la noche.
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