Un dÃa, de golpe, se volvió loco. Asà dice la chica de ojos pardos que decÃan en el pueblo: que un dÃa de golpe, como si la locura fuera un virus contagioso que uno pudiera pescarse en lugares concurridos o un abismo súbito que se abriera de repente al borde de la cama en una mañana cualquiera, insospechada, tan parecida a cualquier otra que uno y fundamentalmente los demás fuera incapaz de reconocer las pequeñas alarmas, los cambios paulatinos que prefiguran la demencia y el caos. Un dÃa de golpe. Y cuando se levantó esa mañana puso patas arriba el ropero desparramando por la habitación bermudas y musculosas y camisas baratas y pantalones de lona sin darse por satisfecho porque cualquiera de esas prendas le provocaba una tremenda vergüenza, un embarazo tan grande que cuando salió rumbo a la tienda vestido con cualquier cosa sólo para no salir desnudo, sintió que la ropa le quemaba la piel y no dejó de llorar de dolor todo el camino.
Se compró ropa nueva a montones. Pantalones poplin y sacos sport, chombas a rayas y camisas de seda, trajes de cuatro botones y bufandas y pañuelos al tono. Salió de la tienda vestido de punta en blanco, con sombrero y todo, sin siquiera llevarse la ropa vieja con la que habÃa llegado. Salió de la tienda respirando aliviado, envuelto en un aire de suficiencia como en perfume, dejando una estela tan marcada que desde entonces se lo podÃa adivinar a la vuelta de una esquina incluso antes de verlo. Y a éste qué le pasa, que ahora se viste como un dandi, dijo alguien desde la mesa de un bar. La pregunta se repitió en otros bares y otras mesas y en la cola de la verdulerÃa o en el almacén. Nadie supo la respuesta. Nadie supo, tampoco, quién habÃa sido el de la pregunta original. Pero quedó como un nombre. Y cuando lo ven pasar por las calles del pueblo vestido con sus trajes finos o su ropa de elegante sport dicen ahà va el Dandi, en qué andará ahora el Dandi, miren qué nivel tiene hoy el Dandi.
Los locos de pueblo suelen ser inofensivos y el Dandi no era la excepción. Durante un tiempo lo dejaron ser porque, total, no le hacÃa mal a nadie. Andaba por ahÃ, siempre de punta en blanco y como recién escapado de una fiesta de Jay Gatsby, moviéndose entre hombres con ropas de fajina con huellas del trabajo de campo y mujeres con vestidos viejos con los volados salpicados de lavandina. Un buzo en un desierto. A veces se sentaba en la plaza a fumar unos cigarrillos oscuros y baratos como si fueran habanos Montecristo y a leer siempre el mismo ejemplar viejo de Le Monde Diplomatique; o se sumaba a cualquier mesa del bar del club para beberse un Cinzano con "los muchachos" cualquier incauto lerdo de reflejos o alguno que supiera la que se venÃa pero con humor para soportarlo después de repetir la infaltable escena con el mozo, en la que el Dandi pedÃa un Dry Martini y el tipo le repetÃa con paciencia infinita que no sabÃa qué era eso pero que le podÃa ofrecer vino, cerveza o un vermucito con aceitunas y manÃes. El Dandi suspiraba con resignación, como desencantado con la ignorancia pueblerina, y recién entonces pedÃa un Cinzano y algo para picar, "y otra ronda de lo que tomen los muchachos que yo invito", aunque a la hora de pagar, con inefable exactitud y sin la más mÃnima mueca, extendÃa el carné de la obra social como si fuera una tarjeta de crédito. El mozo, claro, no lo aceptaba. Y entonces venÃa el cómo puede ser, qué barbaridad, si acabo de pagar en otro lado hace cinco minutos, hacéme el favor de pasarla porque debe haber un error, hasta que alguno de los muchachos le decÃa dejá, Dandi, dejá que esta vez invito yo.
Después de un tiempo ya todo el mundo estaba advertido y sabÃa que aceptar al Dandi en la mesa era hacerse cargo también de la cuenta. Sin embargo eran pocos los que lo rechazaban. Loco y todo, el Dandi tenÃa un encanto y un carisma difÃcil de igualar, y no habÃa tema en el que no se destacara con profundo conocimiento y una lucidez pasmosa. HabÃa, incluso, quienes llegaban a sostener que el Dandi estaba más cuerdo que todos ellos juntos, y que lo de las pilchas no era más que un show off montado para sostener la jugarreta del carné de la obra social a la hora de pagar las bebidas y, después se supo, también cuentas más grandes. El Dandi sabÃa de whiskys y viñedos, de arte contemporáneo y de música clásica, del trabajo rural y de los asuntos de oficina, y hasta tenÃa siempre un dato y un consejo de lo más razonable para aquellos que estaban estudiando nuevas inversiones o negocios.
La chica de ojos pardos no sabe bien qué fue lo que pasó después para que un dÃa la familia dijera basta. Hay quienes dicen que lo de la ropa y los bares no tenÃa importancia pero sà las otras deudas que el Dandi dejaba impagas a diestra y siniestra, y que a la casa de la hermana empezaron a caer cada vez con más frecuencia reclamos de todo tipo a los que ya no tenÃa forma de hacerle frente. La cosa es que un dÃa la hermana se cansó, le dijo a su marido que tenÃan que hacer algo y entre los dos lo sentaron al Dandi y le dijeron no va más, te tenés que internar, no podemos seguir asÃ.
Al principio el Dandi se mostró desconcertado, sin entender por qué esos dos le hablaban de instituciones de salud mental y cosas por el estilo, pero de a poco se fue desinflando como un globo pinchado, y para cuando dijo de acuerdo, de acuerdo, yo sé que no estoy bien ya estaba arrugado y caÃdo sobre la mesa de la cocina como si en esas palabras se le hubiera ido el último soplo de aire que le quedaba en el pecho. La hermana lloraba de dolor y de alivio, y el cuñado del Dandi le puso en el hombro una de esas manazas ásperas y curtidas a modo de consuelo. Recién entonces el Dandi recuperó la compostura. Se arregló la ropa, se acomodó el pañuelo que asomaba del bolsillo del saco y le dio un sonoro beso en la frente a su hermana. Quedate tranquila que todo va a estar bien, fue lo último que dijo antes de subirse al rastrojero en el que el cuñado iba a llevarlo hasta la clÃnica que estaba a la salida del pueblo, después de algunos kilómetros de ruta.
Las versiones sobre lo que pasó después son varias aunque coinciden en lo esencial. Se sabe que cuando el rastrojero paró frente a la clÃnica el Dandi se bajó con calma, le dijo a su cuñado que por favor le permitiera hacer eso por sus propios medios y que el cuñado estuvo de acuerdo porque adivinó la Ãntima necesidad del Dandi por sostener su dignidad hasta el último instante, o sobre todo en ese instante. Se sabe, también, porque después el rumor se extendió por todo el pueblo, que cuando lo vieron entrar con su ropa impecable y sus modos de caballero inglés todos en la clÃnica quedaron impresionados y nadie se sorprendió cuando dijo necesito ayuda para mi cuñado, pobrecito, está tan mal, ya no sabemos qué hacer con él; ni tampoco cuando le advirtió a los enfermeros que lo habÃa traÃdo engañado y que lo mejor iba a ser que estuvieran preparados porque se iba a resistir y habrÃa que meterlo a la fuerza, y por supuesto iba a negar que estuviera enfermo y hasta era posible que dijera que el loco era él. Ya saben, muchachos, dijo el Dandi, para los locos siempre los locos son los demás.
Se sabe, también, que se alejó mientras los enfermeros todavÃa forcejeaban con el cuñado y que deshizo a pie todo el camino que habÃa hecho en el rastrojero. Que cuando llegó a la mesa del bar del club estaba agotado y se sacudÃa con un pañuelo la tierra que se le habÃa pegado en el camino. Que después se secó el sudor y pidió un Dry Martini, y cuando el mozo le dijo que no sabÃa qué era eso optó por un Cinzano con algo para picar, y otra ronda de lo que estén tomando los muchachos que hoy invito yo.
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