Eran hombrecitos pequeños, diminutos, casi invisibles. En realidad podÃan llegar a ser cualquier cosa. HabÃan entrado (nadie sabÃa cómo, ni siquiera se lo imaginaban) en el interior mismo de los árboles de la ciudad. Quizás habÃan sido los gnomitos del bosque que se habÃan atolondrado un poco (de tanto pensar) y la habÃan pifiado con la dirección. Quizás habÃan sido sus espÃritus trashumantes y desvencijados que estaban hartos de rondar por ahà y de habitar siempre los húmedos y oscuros rincones del bosque.
Nadie se explicaba cómo era que habÃan entrado allÃ. A menos que poseyeran el inexplicable don de la trasposición de las barreras sólidas de la materia sin necesidad de desintegrarse...
Porque los árboles no estaban heridos. Ninguna lastimadura en sus cortezas.
Pero sin embargo ellos estaban allÃ. Porque todos sabÃamos que algo habÃa adentro de los árboles ya que todos habÃamos escuchado sus vocecitas atolondradas discutiendo incansablemente en las noches y en los dÃas. Hablaban un lenguaje extraño. Quizás fuera el lenguaje que usaban las ánimas trashumantes para no despertar a la noche que duerme quieta. Y ninguno de nosotros podÃa entender su idioma. Sólo los imaginábamos como aquellos enanitos verdes desordenados y revoltosos que interrumpÃan con su algarabÃa gritona nuestros sueños de verano. Casi eran tan pequeños como nuestras grandes verdades cientÃficas.
Al principio, nos habÃan caÃdo simpáticos. Descubrimos su presencia por el ruido, obviamente. Fue una de las tantas veces en que sacamos al Cachilo a mear. Y mientras el perro olÃa y lloraba y lloraba y olÃa, a nosotros, se nos ocurrió, muy sagazmente, que algo raro allà pasaba. Algo fuera de lo común. Extraordinario. Sin embargo tardamos un tiempo hasta descubrirlos. En realidad, nunca los descubrimos. Nos costó acercarnos a ellos. Al principio los escuchábamos y no sabÃamos cómo comunicarnos con ellos porque oÃamos sus conversaciones desordenadas y no podÃamos hilvanar el hilo de su lenguaje ni la simbologÃa de sus palabras mecánicas.
Hasta que se nos ocurrió probar con el Código Morse (vieja artimaña del destino) y hete aquà que respondieron.
Pero nos sorprendió saber que no quisieron respondernos nada de lo que les preguntamos. Sólo querÃan una comunicación unidireccional. No aceptaron nuestro diálogo. Y como nunca los vimos, ellos quedaron retratados en una fotografÃa Ãntima de nuestra imaginación trasnochada. Y cada cual de nosotros los imaginó con la misma pasta y los mismos colores de sus sutiles héroes onÃricos. Nunca supimos si eran héroes o villanos. Eran pequeñitos (calculábamos) pero muchos, muchÃsimos (también calculábamos). Nunca pudimos contarlos, pero parecÃan muchos y chiquitos, por el gran alboroto que hacÃan.
Empezaron contándonos cuentos (admito que nos sorprendió la idea, pero luego nos acostumbramos). Cada uno se sentaba al lado del árbol que más le parecÃa y, poniendo la oreja en la corteza del tronco empezábamos a escuchar. Y cada gnomito petiso, petiso, el que nosotros más nos habÃamos inventado, el que más querÃamos, nos relataba una historia maravillosa y triste, perplejamente triste, que empezaba y terminaba en un universo atónitamente imaginado, con los colores y las voces que cada uno le ponÃa, con las metamorfosis de nuestros propios deseos y de nuestras pasiones, y adorábamos tomar el sol de la siesta mientras escuchábamos el toctoctoc, tictictic de un cuento maravillosamente ajeno y maravillosamente nuestro ya que formaba parte de un acuerdo tan Ãntimo entre los hechos narrados y los imaginados, que parecÃa como que ambos no habÃan dejado de formar parte del mismo y único ser. Y asà descubrimos que nuestros dÃas de antes, aburridos y tediosos, habÃan dejado de serlo, transformándose cada uno de ellos en una nueva aventura, en una aventura de nuestra propia fantasÃa incandescente que no se cansaba de vivir y de crecer desplazándose infatigablemente en mil tiempo distintos y en otros mil lugres diferentes sin acabar nunca de pasearse por los infinitos puntos de un universo tan Ãntimo que el goce propio de viajar en él era sólo comparable a la alegrÃa de la piel del navegante al sentir en la yema de los dedos la superficie del agua azul y transparente.
Y amábamos escuchar sus historias, adormecidos en las siestas y en las noches del verano. Era como soñar despierto, en sÃntesis, lo que uno siempre habÃa querido. Y milagrosamente a ninguno se le ocurrió cortar los árboles. Quizás por el miedo de uno mismo. De descubrir que dentro de los árboles no habÃa nada, tan solo savia, madera y aire. O, quizás? Por el temor de descubrir en la realidad lo que en verdad eran. Ni siquiera podÃamos contarlos y saber qué cantidad habÃa. Sólo sabÃamos que eran seres fantásticos (quizás una nueva especie de insectos? extraterrestres no marcianos?) metamorfoseados bajo el peso de nuestra imaginación aturdida. Y como a nadie nunca se le ocurrió cortarlos nunca pudimos terminar de saber quiénes eran los seres extraños que habÃan incurrido en la curiosa propiedad de habitar el interior de los árboles, (y no eran Chip y Dale, no eso seguro que no, ni estaban auspiciadas por ningún Walt Disney ni nadie que se le pareciera) sin saber siquiera si conformaban una nueva especie o eran una especie de fantasmitas inciertos que habÃan traspasado las cortezas vegetales muy cómodamente para instalarse allÃ.
Hasta que un dÃa, como de rebote pasó lo que tenÃa que pasar: en uno de tantos árboles, tan poblados de seres arborÃcoloparlantes, una vez, cesaron los cuentos; sÃ, de pronto, las voces en código se callaron un rato.
Extrañado, el oyente interpeló: "Y ahora qué pasa?". Entonces fue cuando pasó. Irremediablemente pasó. Las vocecitas atolondradas empezaron a interrogarlo desde el más aquà vegetal. Y desde el más allá cotidiano, al hombre, pobre, no le quedó otra que contestar. No porque estuviera obligado, no. Eso no. Sino por lo que más mata: la curiosidad. Y las vocecitas preguntaron y preguntaron y cada vez preguntaron más. Y el hombre, atolondrado, como siempre, sólo atinaba a responder. Y sorpresivamente cada árbol se transformó en un interrogatorio sin fin. Y estúpidamente cada hombre de los que se sentaron a su lado, contestaba, contestaba y contestaba. Y los gnomitos petisos entonces, como quien no quiere la cosa se enteraron de todo, de todos los detalles de nuestra vida privada. Y en una cotidianeidad tan habitual que ya rayaba con el absurdo no pudimos, no podrÃamos omitir ninguno de los detalles especÃficos de nuestro acontecer humano. Paulatinamente, ellos tuvieron más información sobre nosotros mismos que la que nosotros habÃamos tenido. Paradójicamente los ignorábamos. No éramos indiferentes a su presencia, obviamente, eso nos tenÃa en ascuas. Tan sólo que los extrañábamos: no sabÃamos si eran no sabÃamos qué ni quiénes eran, si eran humanos o animales, robots o mutantes postatómicos. No sabÃamos de dónde habÃan venido: alguien largó el rumor que eran los habitantes del infierno que por determinados cambios estratégicopolÃticos en el centro de la Tierra y altercados con Satán mediante, habÃan decidido subir por las raÃces hasta llegar al tronco de los árboles y habitar en su centro, que, dicho sea de paso, era mucho más fresco que las hogueras permanentes en las que habÃan estado condenados a vivir por siempre. Sorpresivamente ellos dejaron de ser extraños para transformarse en el lúcido reflejo de nuestras almas perplejas. Y nos habituamos a que ellos supieran exactamente cuáles eran nuestras sensaciones y nuestros sentimientos. Y un dÃa nos dimos cuenta de que, quizás sin atención, habÃamos cambiado nuestra lengua por los tictictic y los toctoctoc del Código. Descubrimos que era mejor asÃ. Era más fácil comunicarse con el exterior. Asà les contábamos los cuentos que ellos nos pedÃan cada dÃa.
Pasaron relatos. Y más relatos.
Nunca supimos bien si fue por obra de la realidad o de los deseos imaginarios de nuestra propia fantasÃa. Pero la trashumancia de nuestras propias ánimas transparentes se habÃa decidido a vivir allÃ, en el interior mismo de los árboles de la ciudad, quizás porque ya estábamos hartos de ver siempre el mismo bosque, o porque las llamas del infierno ya nos habÃan chamuscado demasiado las alas, quizás porque ellos no nos respondieron nada cuando, en el lÃmite de la desesperación, les pedimos auxilio en nuestro propio lenguaje nativo. Sólo respondieron a los golpecitos del código: tictictic, toctoctoc, tictoc, toctic, tictic, tictic, toctoctoc, tictictic, toctoctoc. tictoc
Sólo respondieron para escucharnos narrar.
Porque ellos ya se habÃan convertido en los seres humanos de carne y hueso que se pasean todos los dÃas por las calles de nuestra ciudad. Y podrÃan haber sido cualquier otra cosa distinta. Pero ahora no eran más que el vivo retrato de cada uno de nosotros que lloraba, en el interior de cada árbol, la inocente ingenuidad de su confianza perdida...
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