Estabas en el Hospital Carrasco cuando te enteraste de la muerte de tu madre. TenÃas esa incontrolable adicción a los diarios, leÃas tres o cuatro, todos los dÃas. LeÃste en uno de ellos: "Aurelia Martines, sesenta y dos años". No podÃa ser otra que ella a pesar del craso error, tu madre se apellidaba Martinez y no Martines, con ese al final. Poco después te lo confirmaron con un llamado. Continuamente nos corregimos y nos corregimos a nosotros mismos con la mayor desconsideración, porque a cada instante nos damos cuenta de que todo -lo escrito, pensado, hecho- lo hicimos mal. Y corregimos hasta que en algún momento, llega la verdadera corrección. La muerte es eso.
A tu madre le habÃa llegado la corrección, y vos estabas muy enfermo y a cualquiera de los dos podÃa haberle llegado primero la corrección.
Recordando el rostro de tu madre, no podÃas dejar de lado las caracterÃsticas de las mancha color café sobre su piel. A ella, sus amigas siempre le dijeron que esas manchas eran causadas por problemas en su hÃgado. TenÃas una sombra en tu pulmón, una sombra que caÃa sobre toda tu existencia. Y ahora Carrasco era una palabra muy aterradora. Te habÃan diagnosticado tuberculosis abierta, pero toda enfermedad puede llamarse enfermedad del alma. La esencia de la enfermedad es tan oscura como la esencia de la vida. Te considerabas afortunado por tener solo una mancha, solo un agujero en el pulmón, solo una tuberculosis contagiosa y no un cáncer de pulmón. Tu madre tenÃa cáncer de hÃgado. Esa alimaña culpable de las manchas sobre la piel.
Te dieron de alta, te convertiste en un paciente ambulante, entrabas y salÃas del hospital. Y hasta pudiste despedirte de ella, que estaba en casa. Y consideraste que ella era afortunada. Los enfermos de muerte deben estar en casa, llorar en casa, morir en casa y no en un hospital. Sobre todo no entre iguales, no debe existir horror mayor. La mirada de ella era clara, tan clara y transparente que sin decir nada todos notaban el vacÃo que se venÃa. Volviste al Carrasco, ahora tu cuerpo estaba hinchado, inflado por los medicamentos que te abarrotaban. ParecÃas una piñata humana. TenÃas un aspecto debidamente enfermo y eras realmente cualquier cosa menos una persona sana. Aquellas noches fueron las más largas de tu vida. Fue en el Carrasco que leÃste el periódico, Martines y no Martinez. Grosero error. Martines es de origen sefaradà y tu madre no era judÃa. Aunque todos los hombres de occidente son quizás, hijos de un judÃo, y dÃas más dÃas menos también esperan que les llegue la verdadera corrección o aplazan ellos mismos la propia. SerÃa enterrada el 26 de diciembre, en el cementerio La Piedad, un dÃa después del brindis de Navidad. Provincias Unidas, la avenida que da al enterratorio estaba vacÃa completamente, lo inexorable nunca fue algo tan exclusivo. Tu madre habÃa llegado para quedarse y no volver, quedarse para vestir santos. Te escapaste del hospital para asistir al entierro, para volver a despedirte de tu madre. Observaste con suma precisión todos los rostros del cortejo fúnebre. En ese momento te diste cuenta de la gravedad de la pérdida, en la solemnidad de los rostros ajenos. Caras vencidas por lo inexorable, por la cercanÃa de la corrección, rostros incapaces de corregirse a sà mismos.
Ya en el cementerio, pensaste las primeras lÃneas de esa carta que no le escribiste unos dÃas antes, pensaste en una canción de los Redondos; El futuro llegó hace rato. No hay nada que esperar, el tiempo es hoy, la vida es hoy, el hoy es lo único que hay, el futuro es una ilusión. O una lápida nueva.
Rápidamente comenzaste a decir; Martinez, Martines, Martinez, Martines, Martinez, Martines, Martinez. Un error que merecÃa ser arreglado, quizá no, pero vos no podÃas corregirlo, solo pronunciar el apellido bien y mal. Te dio un ataque de risa y todos te miraban y no podÃas parar de reÃrte, no podÃas disimilar semejante hijaputez. Martines, muchos queremos ser capaces de la verdadera corrección y no podemos. Y la aplazamos continuamente o creemos que la aplazamos cuando en realidad ocurre que no podemos. No somos capaces. Tenemos miedo.
Como no aflojaba el ataque de risa no te quedó otra que irte del cementerio sin poder volver, sin despedirte de tu madre. Esa tarde decidiste no volver al hospital, la palabra Carrasco sonaba tan aterradora como muerte. Fuiste a tu casa en barrio Echesortu, abriste el ropero y te pusiste la casaca del canalla. Caminaste hacia la última habitación de la casa y acurrucado en un rincón, muerto de miedo, muerto de odio, esperaste que venga alguien y te abrace.
LlovÃa sin parar. Y los paraguas son más caros cuando llueve.
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