La puerta de hierro avisaba que habÃa sido pintada capa sobre capa. Era pesada y chirrió al abrirse ante el paso resuelto de Soledad, la periodista del diario de la ciudad. Era una profesional enérgica y comprometida, sin embargo al subir la escalera de mármol roto, sintió que las piernas no la sostenÃan. Se tomó de la baranda mugrienta y grasosa, respiró profundamente y siguió avanzando hasta el puesto de guardia donde tuvo que dejar sus documentos y la cartera. Un agente policial que ni siquiera la miró, quitó los candados de las rejas y recién entonces pudo pasar. Atrás, un golpe seco le anunció que ya habÃa ingresado a ese lugar que parecÃa una tumba, pero en realidad era una cárcel.
Lo primero que percibió fue el olor a guiso recalentado, mezclado con lo que de ahora en más reconocerÃa como la fetidez que tiene el encierro. Mientras avanzaba escuchó algunos gritos aislados, música de cumbia y el llanto de un bebé.
¿Qué estoy haciendo acá? se preguntó Soledad mirando las paredes sucias del pasillo que la conducÃa al interior del penal. Dio vueltas la cabeza pero la reja, otra vez con candado, le avisó que no podÃa volver atrás. Creyó que el agente policial, ahora parado con sus brazos cruzados, le sonreÃa con desprecio. Este debe creer que soy una pobre boluda, que me metà acá adentro para hacer un reportaje y que no tengo ni idea de lo que voy a ver, pensó levantando la cabeza... y tiene razón, no sé que estoy haciendo.
Llegó hasta un cuarto donde una guardiacárcel que no respondió a su saludo se le acercó y le palpó el pecho y las piernas.
- Dése vuelta - le dijo con voz ronca.
Después de recorrerle la espalda con sus manos, le dijo: sÃgame.
-Vengo a ver a...
- Ya sé - le dijo la mujer sin mirarla- , viene por Acosta.
Regina Acosta la estaba esperando con un cigarrillo en la boca. Alta, sin tetas y sin caderas marcadas, la miró con indiferencia y la saludó con recelo. Se acomodó el cabello largo y teñido de tres rubios diferentes y clavó sus ojos en los anteojos de Soledad.
- Sin grabación - dijo al ver a la periodista sacar un pequeño aparato rojo.
-Pero... - Soledad se sintió intimidada y guardó el único elemento que le daba confianza- . Como quieras.
Se midieron durante unos instantes. Regina no le tendrÃa confianza a una desconocida que querÃa curiosear en su vida. Sin embargo, algo en la actitud de Soledad, tal vez la suavidad de sus rasgos, hizo que Regina ablandara su caparazón. Empezó por mirarle las manos, a escuchar el timbre de su voz y hasta se atrevió a oler a la mujer que adelante suyo comenzaba a quedar encandilada. Ni siquiera el incipiente vello de la cara, que no habÃa podido sacarse esa mañana, impidió que Soledad se estremeciera ante tan extraña belleza.
-¿Y en Coronda, cómo te fue? - le preguntó con cautela- , ¿te molestaron mucho?
--Para nada... - se sonrió entrecerrando los ojos. Tal vez se sonrojó.
- ¿De verdad? - preguntó incrédula Soledad. Se habÃa imaginado que su paso por la cárcel de varones habrÃa sido un infierno para ella.
-Se mataban por mà - confesó deleitándose con cada palabra. Cada letra se dibujó en su boca húmeda.
Y se trastornó al contar que su condición de transexual le habÃa dado un lugar de privilegio entre los varones. La habÃan deseado, se disputaron la protección de su cuerpo hasta que finalmente El Pelado la eligió para ampararla, o tal vez fue ella la que se acercó al hombre poderoso. El era el jefe de una banda de narcos que dentro del penal seguÃa dando órdenes y a los que no estaban con él los consideraba sus enemigos. Regina nunca tuvo miedo a su lado, tampoco le faltó nada, es más le sobraron comodidad, ventajas y el salvaje placer de sentirse deseada por una multitud de hombres hambrientos de sexo. Regina sentÃa que era una mujer, una verdadera y hermosa mujer.
Tal era la certeza de su identidad que en algún momento de su paso por la cárcel de varones pidió el cambio de documento. El nuevo decÃa Regina Acosta y fue su pasaporte a la cárcel de mujeres. Su traslado habÃa sido inmediato y luego de despedirse apasionadamente de El Pelado y de jurar volver a encontrarse cuando alcancen la libertad, llegó hasta el penal donde creyó que serÃa su lugar.
-¿Por qué no te quedaste en la de varones? - le preguntó Soledad, hipnotizada con la historia de vida.
-Porque soy mujer - le aseguró mordisqueando sus labios rojos.
Cuando Soledad abandonó el penal, las escaleras ya no le parecÃan tan extensas ni las paredes tan sucias. Regina habÃa logrado seducirla de la misma manera que habÃa maravillado a las demás internas. Era simpática, generosa y cordial y no tardó en hacerse amiga de todas las mujeres que pudo. Sintió que sus preciosos deseos se estaban cumpliendo al mezclarse entre mujeres y comportarse como tales. Se la veÃa feliz, cómoda en su lugar, caminando con firmeza por los pasillos del penal dejando su huella perfumada y amorosa.
Soledad la siguió visitando durante varios perÃodos de tiempo. Al principio, Regina la recibÃa contenta, como esperándola. Sin pudor comenzó a hablarle de su pasado algo borroso. Mezclaba su traumática infancia con épocas de adicciones y llegó a detallar las treinta y nueve puñaladas que la llevaron hasta el fondo de los penales. Sus recuerdos medicados se desarticulaban al tener contactos con sus labios. Estas circunstancias tenÃa el solo propósito de impresionar a Soledad, ella bien lo sabÃa. Otras veces era evidente que mentÃa. Sin embargo, la periodista seguÃa escuchando sus historias desajustadas.
- Tuve cinco hijos - se entusiasmó contando- . Dos eran mellizos...
Con el paso del tiempo, las visitas se espaciaron. Soledad terminó alejándose porque iba agotando su curiosidad, además, en varias oportunidades fue hasta el penal y no pudo ver a Regina o porque estaba durmiendo o porque no tenÃa ganas de ver a nadie, según le decÃan sus compañeras. Una de las últimas veces en que la vio, Soledad la saludó de lejos y Regina le respondió con un gesto vago.
Al cabo de un año, a la periodista le costó reconocerla. HabÃa perdido la luz que la distinguÃa en sus comienzos. Ahora tenÃa el mismo color que todas y también el mismo andar. Con un par de quilos de más, un poco encorvada y la misma expresión desesperanzada, Regina se confundÃa entre las demás internas.
Cuando Soledad la llamó por su nombre, ella la miró confundida, quiso esbozar una sonrisa que no le salió. El penal se la habÃa comido, igual que a todas. Allà no era una reina ni nadie la deseaba. No tenÃa un protector ni un amante. No se matarÃan por ella en la cárcel de mujeres, a lo sumo alguna la envidiarÃa y otra le ofrecerÃa una caricia. En el penal de mujeres, Regina ya no era competencia para nadie.
Esa fue la última vez que la vió. Cuando unos meses después, Soledad preguntó por ella, alguien le contestó que ya no estaba más allÃ, habÃa vuelto a ser Juan Acosta y fue trasladada a la de varones.
*Fundadora de la ONG "Mujeres tras las rejas"
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