Cayó del tren sobre la nieve, la nieve que abrigaba los cardos que habÃan perdido la fiereza, el color. El silencio envolvió su respiración. Caminó con sigilo, juntando en sus botas agua y cristales. El mapa para llegar estaba guardado en el recuerdo de un lugar que nunca habÃa pisado. Llegó al asfalto y tras de sà vio los cardos quebrados por el viento, encimados a ras del piso, desflorados, muertos. Algunos seguÃan en pie, resistiendo.
Frente a él, las montañas al final de la ruta, montañas con las cumbres diáfanas, blancas, con el manto celeste de fondo, la postal de los paisajes, de todos los climas, de la gente amable. Pero él estaba en otro paÃs, uno en donde no podÃa hablar con nadie, sonreÃr, gritar. La estática que sólo dejaba viajar por el aire al zumbido de las ramas, era y debÃa ser su único compatriota, su conversación de miradas, su canto. No iba a escuchar la voz de otro hasta que la mujer que no podÃa nombrar al fin llegara.
II
Fue necesario romper las maderas que cruzaban la puerta. Cada quiebre lo obligó a mirar a su espalda. Los primeros dÃas, cada sonido inconveniente, hasta el choque de sus dientes, lo hizo encogerse. Después se acostumbró a los demás ruidos, a que fuesen parte de ese cuerpo fónico que expresaba el bosque.
En la marea de una habitación que vomitaba trastos y diarios viejos, encontró una radio. No tardó en lograr que funcionara; lo difÃcil fue escucharla.
III
Mendoza y Castellanos, la esquina de la Cooperativa. Cuando chico, sólo podÃa verla desde la ventanilla del 59, un Mercedes amarillo que temblaba por el empedrado. Esa era la esquina en donde siempre habÃa viento, pero pudo sentirlo años después, cuando la calle ya no era ni un misterio, ni un mundo inasible. Tantas tardes intentado descifrar el por qué. Si eran los edificios que embolsaban el aire y lo hacÃan correr por un cañadón de mármol, si eran los plátanos, si eran ellos.
Las tardes de fuego se reunÃan en los ventanales de la Cooperativa a dejar pasar el tiempo: Claudio, el hijo de Tito, Marra, el sodero. Con ese mismo tiempo se fueron. Ya no estaban en esa esquina, ya no estaban en sus casas, ni en el barrio. Sencillamente desaparecieron.
IV
Allà también habÃa viento. Viento helado, fuerte, áspero. Muchas veces le acariciaba el pelo y lo sacudÃa con cadencia, otras lo sostenÃa erizado, cerraba sus ojos y secaba su boca. Por momentos tenÃa la certeza de que nadie en el mundo podÃa frenar ese viento.
Sin saberlo exactamente podÃa adivinar que habÃan pasado tres semanas o más desde el dÃa del tren. En la mañana habÃa nevado. La tierra era barro y hielo, y los pinos estaban canosos y rÃgidos. Las cumbres lejanas eran una sábana de mudanza y la casa estaba desolada y vacÃa como un calabozo. Pensó que cada uno de esos dÃas, cada hora en la ventana descubriendo el acecho de un zorro, el vuelo de un cóndor, cada taza caliente, cada hora de vigilia, de insomnio, era un momento en el que no habÃa llegado la mujer innombrable, hasta ese segundo preciso en el que habÃa reincidido en ese deseo.
V
Ella hablaba en la asamblea. Parada sobre un escritorio, caminaba de una punta a la otra sin mirar sus pies, sus botas negras y largas. No le importaba el vacÃo, no reparaba en nada que no fuera el chicotazo de sus palabras en la cara de los demás. Ahora podÃa rememorar esa imagen, parado en el umbral de esa casa en el sur, con el hálito rondando sus lágrimas. Recordó que la vio bajarse, acercarse al compañero que apuntaba la lista de oradores y espiar el último nombre tachado antes que el de ella; ese nombre que ahora él tenÃa bailando en sus labios, besando la noche. Prohibido, como el suyo, como el de todos.
Un dÃa iba a llegar -soñó- iba a cruzar la puerta, y en un murmullo imperceptible iba a nombrarla. Entró y se defendió del frÃo bajo las frazadas.
VI
Los pocos vÃveres que habÃa logrado cargar en el bolso se habÃan terminado. Era hora del pueblo más cercano, del miedo. Se habÃa olvidado de esa sensación, de los autos que bordeaban la vereda, las voces estentóreas.
Nadie lo miró, ni siquiera rozaron sus manos con el vuelto. No quiso mirar los diarios; ya sabÃa lo que decÃan.
VII
Junio. Hasta en ese lugar remoto habÃa banderas. En la tarde, cualquiera de ellas, escuchó un grito; euforia. Miró la radio y se contuvo. Cuántas cosas eran parte de esa irrealidad. Dónde estaba lo que se debÃa oÃr y lo que no. Cuál era la intensidad exacta que debÃa tener un grito para poder ser escuchado. Por qué escuchaba esos y otros no.
Sintió un orgullo solitario y digno. Creyó encontrar otra vez el coraje y supo, después de varios dÃas de ignorancia, qué estaba haciendo allÃ.
VIII
Papel y birome. El relato minucioso y codificado de la noche en la que la mujer innombrable dejó caer su vestido frente a él y cambió su mirada. Tus ojos son dos mañanas juntas, Adán Buenosayres se lo dijo a Irma y él se lo dijo a ella, y se lo repitió hasta devenirlo en cursilerÃa. Los años le quitan el color, la electricidad, y son los mismos años los que lo devuelven florecido en un recuerdo.
Escribió párrafos invisibles, lÃneas inexactas, y un nombre: Malena. Estaba permitido. No existÃa, era el nombre de su hija, la que aún no habÃa nacido ni estaba en el mundo de ninguna forma fÃsica. Era inhallable, esquiva, burlona. Papel y birome y fósforos.
IX
Las ramas de los pinos goteaban bajo el sol en una tregua de la nieve. Recordó las hojas de los paraÃsos cargadas de agua y una mano amiga sacudiéndolas a su paso. Las tormentas en su cortada eran Apocalipsis, tifones que sacudÃan los barcos de Conrad. Las miraba tras el postigo, tras el manto gris, tras la cortina gruesa y repentina, tras el derrumbe del cielo sobre el mundo. Las zanjas se rebalsaban y de los túneles sombrÃos emergÃan las ratas, torpes, con la piel rosada entre los nudos de pelos mojados. Se quedaba en silencio, quieto, hasta que todas se iban, o morÃan ahogadas en las veredas.
X
El lago -pensó- antes no estaba. Era azul como ciertas caras de la nieve, como las pocas tardes del cielo, cuando no estaba cargado de frÃo. Por allà cruzó, por primera vez, un hombre; y el mismo hombre, o quizá otro, hundió su cara en la virginidad natural del agua. El lago existe porque los hombres estuvieron desde siempre para darle existencia con la mirada. El lago y la patria no existirÃan si no hubiera hombres como él, sentados en sus orillas, caminando por sus entrañas, mirando.
XI
Oyó la puerta crujir. Un sudor frÃo le apretó el cuello. El tiempo fue lento y denso hasta que una cara se asomó por el marco de su habitación, dándole pena y alivio.
Saltó de la cama, medio desnudo, y el cuerpo ardió con la helada del alba. Se acercó a esa cara familiar; la que no esperaba, aunque fuera bienvenida.
En tiempo que ya parecÃa distante, un hombre, la mujer innombrable y él se habÃan separado en el rÃo. Todos compartÃan un mapa y un plazo para la reunión. Se vieron las espaldas, se saludaron con un parpadeo desde la ventana de un tren. Desde hacÃa tiempo sabÃan que en ese momento algunos se irÃan y otros no. Algunos tendrÃan que sufrir una espera en la que el tiempo serÃa lento y artero, y otros el vértigo, el miedo corriendo por las venas, las escondidas.
Ese hombre lo vio venir desnudo y entumecido y lo abrazó entre llantos. Recién llegado del campo de los cardos, con la nariz roja y frÃa, halló a quién tenÃa la carga de la espera. Bastó la mirada y cierta tensión en las caricias para saber cuáles eran las noticias.
En las barajas que reparte la angustia, uno de los dos fue consuelo y el otro silencio.
Prendieron un cigarrillo, una marca que él extrañaba y que el hombre habÃa llevado en cantidad. Se miraron. El quiso saber detalles y el hombre se negó a darlos. Sólo fumaron, callados, con las lágrimas bajando por las mejillas, cayendo sobre la mesa. Antes que la luz cayera detrás de los pinos, él alcanzó a mostrarle el cóndor que giraba con el viento, siempre a punto de caer, siempre levantando vuelo.
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