Hoy nadie se acuerda de él en este pueblo. Hoy su nombre es una hilacha 2obsesiva que sólo mi memoria se atreve a retener.
Cuando entró al grado con su cuerpo cargado de espaldas, con su cabezota rapada, el delantal humilde y cortón sobre sus pantalones largos y un impreciso pulóver, las zapatillas con marcas de gramilla en las puntas, la mirada huidiza y los ademanes torpes, caÃmos en cuenta de varias cosas. La primera es que no las tenÃa todas consigo, que era ostensiblemente mayor que todos nosotros y si hubiera una duda: el uso de "los largos" eran para chicos que pasaban los doce, y allà nadie usaba sino esos oprobiosos pantaloncitos cortos, que el delantal deshilachado disimulaba, pero los nueve años que la mayorÃa tenÃa no se podÃa disimular con nada.
Entró acompañado de la maestra y nos fue presentado como "el nuevo compañerito" cosa que produjo la primera hilaridad del grado y su primera humillación.
Unida a su torpeza de movimientos, llevaba como un baldón ser el último del grado, pero cuando tocaba la campana se transformaba. CorrÃa hacia el patio donde nos trenzábamos en picados encarnizados y él siempre sobresalÃa gracias a esa zurda endemoniada que nadie podÃa parar. TenÃa una gambeta que cuidaba la pelota, la protegÃa de modo que nadie podÃa siquiera rozar al enfrentarlo y, ayudado por su fÃsico más grande que el resto dejaba rivales en el camino como abejas caÃdas de un panal.
Nosotros éramos felices porque lo tenÃamos de compañero y hasta aceptábamos los desafÃos con los grandotes de sexto grado, algo impensable antes de la inclusión de Chiquito.
En realidad, su exacto "estar en el mundo", la razón primordial y, dirÃamos, única de su existencia, estaba basada en esa aptitud. El habÃa nacido para jugar al fútbol, no habÃa otra cosa que lo entusiasmara más.
Pero habÃa una situación que me resultaba favorable para seguir jugando con él por las tardes y era su condición de vecino mÃo. Una confusa situación familiar suya (orfandad o abandono, no sé) los habÃa trasladado a la casa de su abuela, a él y a su hermana que se llamaba Rosita y era ceceosa.
VenÃan de Venado Tuerto, estuvieron sólo un año en el pueblo, viviendo en casa de doña Margarita, matrona autoritaria del barrio. Estos chicos eran sus nietos, de un matrimonio anterior, pues con su marido actual, don Agripino Bruno no habÃa tenido hijos.
Don Agripino Bruno era "peronista y sanpedrino", como se definÃa con todo orgullo.
Pasado el año escolar desaparecieron del pueblo y supe de ellos muchos años después, cuando los vi en una situación tristÃsima.
Lo cierto es que asumo sobre mis espaldas el triste privilegio de rescatar su figura hecha de esquirlas quietas, ya que de su vida pasada después, nada sé, ni tengo alguien que pueda ayudarme a reconstruir esa no sé por qué se me ocurre vida llena de vicisitudes y miserias.
Pero yo no quiero que esa figura se borre, queda anónima su existencia como tantas otras que se tragó el olvido irremediable y cuando ya no quede nadie sobre la faz de la tierra que se acuerde de él, yo quiero recordarlo, aún en este hoy hecho de relámpagos y ruinas.
¿Porque fue mi compañero de grado? ¿Porque era el último de la clase pero el primero en el fútbol? No. Yo quiero sacarlo vivo por un minuto de mi memoria hecha de cañamazo oscuro, de calles desiertas con su garúa solitaria. Sólo porque el único recuerdo que tengo de él es su habilidad con la zurda, sus pelotazos en profundidad, su cabezazo impecable y esa zurda que se colgó en el ángulo cuando nosotros, del Barrio del JazmÃn, ganamos el campeonato de la parroquia que habÃa organizado el cura. Y se lo ganamos al Barrio de las Ranas, archirrivales, en un sábado que hoy me sabe a gloria.
TodavÃa me acuerdo de los retazos de aquel partido memorable. Al equipo de siempre le agregamos al Chiquito, como un refuerzo legÃtimo, ya que él vivÃa en el barrio.
Recuerdo aquellos arquitos de caños que el cura habÃa hecho construir para siete jugadores, en el patio de la casa parroquial. Los compañeros de esa hazaña (¡cómo olvidarlo!): el Juanca López, Ñangá Gómez, Toto MÃguez, Chuchi Correa, Tago Sánchez y Chiquito Bond.
El Chuchi y Chiquito eran zurdos y nunca habÃan jugado juntos, pero ese dÃa se daban los pases como si lo hubieran hecho desde su nacimiento, tan bien se entendÃan, que no necesitaron mirarse una sola vez para hacer esas paredes, para dejar defensores en el camino como fruta muerta, abandonada sobre el pastito ralo de la cancha.
La última vez que vi a Chiquito Bond hubiera deseado estar a mil kilómetros de allÃ. HacÃa unos meses que yo vivÃa en Rosario. Un domingo fui a visitar a mi abuela Laura que estaba en el Hospital Centenario, convaleciente de una de sus múltiples operaciones a que la sometieron en su vida. Mientras cruzaba la calle Suipacha los vi: iban Chiquito Bond llevado de la mano por su hermana, ingresando al psiquiátrico. No me vieron, traté de ocultarme como pude, tras un árbol, él llevaba la mirada perdida, el paso un poco más torpe que el que yo le habÃa conocido en la primaria.
Demudado reinicié mis pasos cuando ellos hubieron ingresado, porque yo preferà y prefiero esa imagen de Chiquito Bond cuando colgó la pelota en el ángulo de la canchita de la parroquia, ese dÃa de gloria, en una parábola perfecta, que tiene mucho de reivindicación y de poema, con un zurdazo impecable.
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