Marta Vennera estaba embarazada de dos meses cuando secuestraron a su marido, Antonio López, en la madrugada del 27 de septiembre de 1976 junto a Miriam Moro. Los dos militantes de la Juventud Peronista iban en moto por Villa Diego a entregar volantes frente al frigorÃfico Swift. El relato de Vennera frente al Tribunal Federal Oral número 2 desnudó además el terror que vivÃan los familiares de desaparecidos y la opresión que la llevó a callar información vital para la familia Moro. En plena dictadura, en agosto de 1978, consiguió entrevistarse con un juez que le mostró fotos de dos cuerpos que habÃan sido encontrados en un camino cerca de Casilda. "TenÃa los ojos cerrados y el gesto crispado, tenso. Era Antonio. Yo estaba ahÃ, en el juzgado, delante de extraños. HabÃa otras fotos de un cuerpo de una mujer con los ojos entreabiertos y pelo desordenado. Me preguntaron si yo tenÃa idea de quién podÃa ser. Pensé que podÃa ser Miriam, pero yo habÃa negado en todo momento la militancia de Antonio. Entonces, dije que no sabÃa. TenÃa miedo no sólo por lo que pudiera pasarme a mÃ", descargó ayer la culpa que acarrea desde hace muchos años y continuó: "En ese espacio de opresión, no sé qué respuesta podrÃa haber dado más que esa negación que me espanta, porque impidió que la familia Moro recuperara los restos de Miriam".
Vennera recordó que su esposo salió temprano en la mañana de aquel lunes de setiembre. "Hay un detalle que nunca mencioné en todas las declaraciones que hice. Ese dÃa salió mas temprano que de costumbre, porque antes de ir a trabajar él tenÃa una tarea como militante, tenÃa que volantear la zona de Villa Diego. Iba con un grupo, él tenÃa una moto. Era una misión riesgosa porque era una época difÃcil. HabÃan caÃdo militantes. Las citas y controles estaban cantados", rememoró ayer Vennera. Aunque no militaba, ella apoyaba lo que hacÃa su marido. Tras la volanteada, él debÃa ir a su trabajo, como carpintero en un estudio de arquitectura. Ella era preceptora en el colegio Misericordia. Como él no la llamaba, Marta decidió irse de su casa, porque podÃa sufrir un allanamiento. "Estuve todo el dÃa en la casa de mi mamá, a quien no le dije nada, esperando que Antonio me viniera a buscar. No dije nada porque en mi familia habÃa muchos policÃas y no sabÃamos que habÃa pasado. Si yo hablaba, podÃa estar echándoles la policÃa encima a estos chicos", contó.
Su primera denuncia por desaparición fue el 9 de octubre. Entonces, le llegó la historia de una pareja que iba en moto por Villa Diego, cuando desde un auto les dieron la voz de alto. El muchacho que manejaba levantó los brazos, pero aún asà le dispararon en la nuca. La otra chica corrió, y también la metieron adentro del auto. Los secuestradores levantaron los volantes, y la moto quedó tirada en ese lugar. "Me aferré a que un balazo hubiera terminado enseguida con la vida de Antonio, que no hubiera sufrido torturas", dijo ayer.
Cuando nació su hijo, Gerardo, no querÃan anotarlo con el apellido López. La denuncia por desaparición permitió ponerle el apellido del padre. Con su suegra, la mamá de Antonio, fueron al Comando del Segundo Cuerpo de Ejército en Moreno y Córdoba a buscar datos, con resultado negativo.
Entonces, ocurrió otra crueldad del sacerdote Héctor GarcÃa, que tenÃa por costumbre alentar ilusiones en los familiares. "A fines de 1977 fuimos a verlos, y nos aseguró que lo habÃa visto, que estaba bien y pronto iba a salir", relató la mujer, que tiempo después pudo contactarse con alguien de la policÃa Federal y ver las fotos del cadáver de su marido. "Fue una angustia muy grande, como una cosa opresiva en el pecho que me duró por muchos años", relató.
En enero de 1979 pudo desenterrar a Antonio, y dejar sus restos, identificados, en una parcela del mismo cementerio, en Casilda. Con la llegada de la democracia, en diciembre de 1983, asistió a la presentación de un libro de Carlos Gabetta en LibrerÃa Ross. "Me encontré con Ana Moro, hermana de Miriam. Le dije que sabÃa lo que habÃa pasado con Antonio. Ella se puso mal y me pidió que la acompañara a la oficina de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos", revivió lo ocurrido. En aquella oficina trabajaba de manera incansable la abogada Delia RodrÃguez Araya. "Le hablé del expediente, trámite y fotos. Delia me reprochaba cómo habÃa podido callar tanto tiempo. Y yo me di cuenta de que estaba mal negar que mi marido habÃa sido un militante. Por ello, quiero reivindicar la figura de Antonio como un militante polÃtico de la juventud peronista", dijo ayer.
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