Irene Dab tenÃa sólo seis años cuando su padre la sacó escondida en una bolsa de arpillera, entre herramientas de trabajo, escondida entre las piernas de los obreros que salÃan del gueto de Varsovia para trabajar, y que eran privilegiados dentro del régimen perverso que impuso el nazismo. José Dab sabÃa hablar alemán y consiguió que algunas familias católicas polacas tuvieran a su hija, la escondieran para protegerla, aún a costa de sus vidas. Se convirtió en Teresa, una niña entrenada para responder que sus padres habÃan muertos, que cambió su color de pelo y no tenÃa juguetes. Irene pudo reencontrarse casi al final de la segunda guerra mundial, en una zona rural, con su padre y su madre, Bárbara Roseschtravch. Vivieron unos meses escondidos, en la miseria, pero lograron salvar su vida. Debieron pelearla para llegar a la Argentina, en 1948, decir que eran católicos para obtener la visa porque el paÃs no aceptaba a personas perseguidas por razones religiosas en otros paÃses. Irene tuvo que rezar el padrenuestro para que aceptaran su migración.
AquÃ, en cambio, no encontró antisemitismo entre la gente, sà en las instituciones. Desde los 13 años vive en Buenos Aires, pero recién pudo comenzar a hablar de aquellos años que marcaron su vida cuando murió José. Quizás por eso sea psicóloga de niños y cada vez que va a una escuela primaria a contar cómo sobrevivió al holocausto los chicos se sienten identificados, la bombardean a preguntas. "¿PodÃas respirar en la bolsa?" ¿TenÃas miedo? ¿Qué sentiste?", preguntas que ella responde con palabras que los acerquen a la memoria, sin dejarlos paralizados por el horror.
Irene Dab estuvo en Rosario la semana pasada, para la conmemoración del 68 aniversario del gueto de Varsovia, una fecha que rememora además a todas las vÃctimas del holocausto. Con naturalidad, sin poner tono grave, cuenta su historia. Su padre estuvo en el gueto y luego fue trasladado a la cárcel de máxima seguridad de Paviak, donde recibió torturas y debió trabajar como cloaquista. Allà también pudo escaparse. Su madre, en cambio, trabajó en el gueto, al lado de la estación EumschalgPlatz, desde donde salÃan los trenes con judÃos para los campos de concentración. Bárbara estaba asignada a los depósitos donde quedaban los bolsos con las pertenencias de las vÃctimas. Irene salió del gueto por primera vez, escondida, en 1941, pero unos meses después debió volver porque ya no habÃa familias dispuestas a tenerla en casa. En 1943, su papá volvió a ubicarla fuera del gueto, y ella se convirtió en otra niña, nuevamente, para salvar su vida. Irene subraya una y otra vez la actitud solidaria, y arriegada, de muchas familias polacas para esconderla fuera del gueto. Poco antes de la liberación, los tres pudieron reencontrarse, en las afueras de Varsovia, y resistir hasta el final de la guerra. Vivieron dos años más en Polonia, y uno en Francia, pero querÃan llegar a la Argentina, donde vivÃa un hermano de su padre. José no querÃa llegar por otros paÃses, no aceptaba la clandestinidad, asà que declaró que su familia era católica para obtener la visa.
El 22 de febrero de 1948 llegaron a la Argentina. No fue fácil insertarse. El 1º de marzo Irene comenzó a ir a la escuela. TenÃa 13 años pero la anotaron en tercer grado, porque no sabÃa hablar ni una palabra de español. Su maestra, Elsa, hablaba francés y ella pudo aprender. Incluso, rindió algunos años libres. "No puedo decir que hubiera antisemitismo. Al contrario, fuimos recibidos por la gente del barrio, por los almacenes, encontré mucha solidaridad. Mis compañeras querÃan saber qué me habÃa pasado pero yo no querÃa hablar. Sà podÃa haber algún antisemitismo en las instituciones", rememoró Irene. Muchos años más tarde serÃa psicóloga de niños, trabajarÃa en hospitales y se casarÃa dos veces. La primera vez, enviudó joven, a los 30 años. Tuvo un hijo, que hoy es padre a la vez de una niña y un niño. Irene volvió a apostar a la vida, se casó y tuvo una hija, actualmente madre de un niño y una niña.
Cuando se le pregunta sobre los efectos de aquellas vivencias infantiles, Irene cuenta que hizo terapia durante años. "Sufro claustrofobia, no puedo estar en lugares cerrados, por la noche necesito dormir con al menos algo abierto", cuenta. Y el agujero negro de una infancia sin juegos ni juguetes, alejada de sus padres, también fue difÃcil de superar. "Después de los chicos, del trabajo y sobre todo a través de mis nietos, pude recuperar algo de la infancia. Con los hijos no tanto porque es tanta la responsabilidad" pero sà con los nietos", dice tranquilamente.
¿Por qué Irene se trasladó hacia Rosario, en una frÃa tarde de mayo, para compartir su memoria?. "Todo esto tiene que saberse, todavÃa somos unos cuantos los sobrevivientes que podemos dar testimonio personal, todavÃa hay muchos que no lo creen. Hay que repetirlo para que no se repita", dice Irene.
A Rosario también llegó Graciela Nabel de Jinich, directora del Museo del Holocausto, que apunta no sólo a las escuelas medias, sino también las universidades de todo el paÃs, y por eso tiene convenio con la UNR y la UAI de Rosario, entre otras. "Hace muchos años, los que estuvieron escondidos no querÃan dar testimonio, los que fueron salvados consideraban que no les habÃa pasado nada en relación a lo que habÃan sufrido otros. Llevó tiempo que se dieran cuenta de que es tremendo haber estado en estado de exterminio, que te cambien el nombre y te tiñan el pelo. Fue tan dramático que no se puede medir quién sufrió más, porque no existe ninguna medida", explicó Nabel de Jinich. En el Museo, todos los asistentes van acompañados por una docente que le da sentido a cada foto, a cada objeto expuesto. "Preferimos que vengan chicos a partir de los 14 años porque entendemos que antes no tienen madurez emocional y puede prevalecer el espanto. En cambio, nosotros apuntamos al compromiso", afirmó. La página web del museo -que funciona en Montevideo 919 de Buenos Aires es www.museodelholocausto.org.ar.
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