Marta Ronga, Laura Ferrer Varela, Ada RamÃrez, Stella Vagni y otras compañeras de cautiverio entre el '74 y el '78 volvieron a entrar ayer, tres décadas después, al sótano donde funcionó la AlcaidÃa de Mujeres de la PolicÃa, en dominios del Servicio de Informaciones. Sólo que ayer el sol no les estaba vedado y de aquellas mazmorras escondidas en el centro de Rosario ahora se preservan un par de ambientes ruinosos, como testimonio del horror que los impregnó. El resto es el pequeño auditorio que el gobierno provincial inauguró en la Plaza CÃvica de Dorrego, entre San Lorenzo y Santa Fe, un espacio de usos múltiples sobre los mismos cimientos de aquella filial de la represión ilegal dirigida por el Comando de II Cuerpo de Ejército, distante a cien metros de allÃ.
"Es un lugar para el recuerdo, la memoria, la reflexión, donde podamos encontrarnos", dijo el gobernador Antonio Bonfatti durante la recorrida del edificio. Pero prefirió que la única voz del acto previo al corte de cintas fuera la de una de las mujeres que estuvieron allà recluÃdas.
Ronga fue la primera presa polÃtica que estuvo detenida allÃ, donde hasta entonces sólo habÃa convictas por causas penales y de faltas. Estudiaba arquitectura cuando la detuvieron en octubre de 1974, al instaurarse el estado de sitio, y estuvo en la alcaidÃa hasta marzo del '75, cuando la trasladaron a la Unidad 5, de barrio RefinerÃa. Al año siguiente, la derivaron a la cárcel de Villa Devoto y en 1977 recuperó la libertad. "Es una emoción enorme encontrarme aquà con todos ustedes -dijo con la vista puesta en el puñado de ex compañeras que acudieron a la cita- y volver a este lugar que signó una historia importante en la vida de todas a las que nos tocó vivir en este sótano". Conmovida, leyó fragmentos de su libro Seda cruda, que cuenta sus vivencias de cautiverio y que remiten al contundente testimonio que brindó un año atrás en el juicio oral contra los represores de la causa Feced.
"El pozo era un sótano alargado, con unos tragaluces que por dentro quedan bajo el techo y de afuera se ven, anodinos, sobre el piso. Por ahà entraba una luz que esclarecÃa la penumbra. Era el marco por el que entraba la vida", evocó. "Y las noches era para los sueños una alfombra mágica donde volar al encuentro de los nuestros. Y en ese frescor llegaban como en un abrazo largo los legÃtimos afectos. Pero habÃa otras noches que nos sumergÃan en el silencio: cuando interrogaban en (la brigada de) Robos y Hurtos y aquellos inolvidables gritos nos punzaban como estiletes del aire", recordó.
"Los dÃas de visita eran una fiesta que empezaba mucho antes de que llegaran. El vestido lavado con esmero esperaba planchándose entre el elástico y el colchón de la cama, al menos desde la noche antes. La algarabÃa aumentaba con el correr de las horas: que 'prestame el colgante', que 'tomá mis zapatos', que 'venà que te peino'. Y cuando abriendo la reja, la celadora anunciaba: 'Fulana, visita', nuestros pies volaban hacia aquellas caras sonrientes, a aquellas manos extendidas. Pero cuando la hora mágica terminaba reteniendo el calor de los besos, contenÃamos las pujantes lágrimas. Con pudor contábamos a esas hijas del desamor, la pobreza o el olvido, las pequeñas trivialidades de la vida mientras abrÃamos, sobre la mesa, los paquetes y las contagiábamos con las risas", dijo Ronga. Cuando llegó a la AlcaidÃa, el resto de las detenidas estaba allà por causas penales de delitos comunes. "La alegrÃa parecÃa no acabarse, y a la noche dormÃamos como envueltas en la seda del afecto", rememoró la sobreviviente.
Los recuerdos de Ronga desataron los de sus compañeras, que recién entonces empezaron a contar y contar, anécdotas, experiencias, mientras volvÃan a caminar por los viejos corredores y reconocÃan el dolor de aquellos dÃas en esa manzana que tuvo en la esquina de San Lorenzo y Dorrego el centro clandestino de detención conocido como El Pozo, y por el que pasaron más de 500 detenidos, muchos de los cuales siguen desaparecidos.
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