La noche anterior habĂa dormido poco por quedarme chateando con el bombonazo de Sergio de Loof. Alguna vez lo habrán visto, pelado, peludo, en pollera o en tĂşnica; Ă©l es asĂ, raro. Pero si algo me gusta, es raro. Bueno, chatear es un decir, porque yo le mandaba onomatopeyas y Ă©l me colgaba fotos de su prĂłxima muestra, por no decir que directamente me colgaba. AsĂ de esquiva es la modernidad. Al otro dĂa me levantĂ© y tomĂ© conciencia de mi situaciĂłn (esa mañana tomĂ© conciencia, pero mientras hablaba con el bombonazo me habĂa tomado de todo) y me dije: “Basta, necesito algo real”. Prendadx de una sombrilla que me habĂa mandado el pelado peludo, me fui a Retiro, saquĂ© un pasaje y montĂ© un bus cama. A Miramar, le dije a la vendedora, a la ciudad de las bicicletas. Cansadx estaba de relaciones virtuales. Hartx de estar besando la pantalla de la notebook, haciĂ©ndole caricias, esperando respuesta sin siquiera recibir un corto circuito. Cuando subĂ al micro me recostĂ© en el almohadillado asiento de la fila de los corazones solitarios y no pude pegar un ojo. El temporal nos alcanzĂł y el micro empezĂł a flamear como una bandera. Largo y finito no tiene estabilidad, se cae de un soplo, pensĂ©. QuĂ© jabĂłn y quĂ© pedazo de pánfilx resultĂ© arriesgando la vida por un retazo de cielo azul que sĂłlo se ve en fotos. El horror se disipĂł con la vista del mar que reconforta el espĂritu mucho más que la meditaciĂłn, el reiki y la concha de la lora. No bien puse un pie en la playa me fui deslizando entre las carpas del Balneario Sol y me sentĂ© a ver la costa desde uno de esos chiringuitos con olor a rabas y señores jugando al Burako. La tarde se habĂa puesto esplĂ©ndida, lxs surfistas estaban a sus anchas porque la lluvia habĂa dejado las aguas del ocĂ©ano revueltas como un gramajo. Al rato empecĂ© a caminar por la arena caliente de las anchas playas, clásicas de Miramar, dejándome llevar por el aroma de las algas. Era un aroma que crecĂa, volviĂ©ndose ya no digamos intenso sino apestoso y me tuve que tapar la nariz para no sucumbir ante el desmayo. Resulta que, cuando miro a mi izquierda veo, no ese mar azul de Cristian Castro sino una mancha terracota, de algo grasoso y espeluznante, que avanzaba desde pleamar hacia la orilla y que traĂa consigo musgo renegrido y abundantes olores putrefactos, además de miles de huevos de caracoles que no sĂ© quĂ© pito tocaban entre tanta podredumbre. “QuĂ© extraño”, dijo una voz a mi lado, “¿viste la mancha?”. GirĂ© y la vi. La voz pertenecĂa a alguien que, si no fuera por las piernas, hubiera confundido con una sirena. “SĂ, vi La Mancha —contestĂ© a mi Dulcinea—: de donde es el Quijote.” No sĂ© por quĂ©, pero de pronto me dieron una ganas locas de comer raba. “No, tontitx —respondiĂł mimosa—, la mancha en el agua.” “Ah, sĂ”, contestĂ© yo. Pero Âżde dĂłnde habĂa salido este bombĂłn, me lo mandaba Havanna? Lo cierto es que yo necesitaba algo real y de pronto estaba ahĂ, delante de mis ojos. Hubiera probado su calamar en ese preciso instante, pero tuve que sofrenar el asalto a la pescaderĂa, ella todavĂa no se habĂa descongelado. Lx invitĂ© a caminar por la peatonal esa misma noche. Nos encontramos en una esquina y, yo que conozco, lx llevĂ© a la mejor confiterĂa miramarense. “Dos Sex on the beach”, ordenĂ© en la barra de la clásica Las Gaviotas. Bebimos de pie, mirando la fauna de turistas que iban y venĂan como hormiguitas por la 9 de Julio. Al salir de ahĂ, ya medio en pedo, empezamos la caminata y desembocamos en el corso. DivertidĂsimxs nos comenzamos a perseguir con el pomo en la mano, como para seguir aportando a la diversidad. Llenxs de espuma de arriba abajo, en la esquina de la diagonal Fortunato Laplaza movimos nuestros esqueletos al ritmo del mejor reaggeton. Mi Dulcinea y yo, finalmente, terminamos la noche jugando en el Casino. Como podrán imaginarse, le puse todas las fichas. l
Miramar, fotografĂas y objetos de Sergio De Loof, Miaumiau, desde el 25 de febrero, Bulnes 2705.
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