Hace unos dĂas, JesĂşs y Blanca intentaron casarse en una iglesia de Paraguay: Ă©l, un hombre trans; y ella, su novia. Advertido el cura, vaya uno a saber por quiĂ©n, no dudĂł en llamar a un fiscal, y Ă©ste a un mĂ©dico forense para que los revisara. El casamiento se suspendiĂł, y la novia y el novio fueron a dar a la ComisarĂa de Mujeres. Los medios que cubrieron la noticia los llamaron “lesbis” y no dudaron en identificar a JesĂşs como “la que hace de Ă©l”. No sĂłlo publicaron su nombre legal sino que tambiĂ©n recorrieron exhaustivamente las economĂas del cuerpo y la palabra. Del cuerpo dispersado en el sitio mismo del encierro, el novio fue obligado a dejar su “asunto artificial” en consigna antes de ser llevado a su celda, acusado de falsificar su documento de identidad. De la palabra que tienta, aun en medio del desastre, las posibilidades y los lĂmites del reconocimiento: ante su pedido, algunas policĂas cedieron y lo trataron de “don”.
Alguien que “hace de Ă©l”, un “asunto artificial”, un documento falsificado, una cita al pie de página (“Me voy a operar para ser hombre completamente”), seguida por un nombre de mujer a secas y “el novio”, entre comillas. Todo el relato periodĂstico gira en torno de la economĂa interminable del engaño, de la falsedad y del artificio, esa misma a la que habrĂa puesto fin el examen del forense. “Por favor, trátenme de señor porque asĂ me siento yo”, dijo el novio; pero cada lĂnea de ese relato pareciera esforzarse por desconocer esa verdad, esa que, más allá de la evidencia del cuerpo, la falsedad del documento o la artificialidad del asunto, sostiene cabalmente lo que dijo: “Porque asĂ me siento yo”. Esa verdad que aun en medio de toda esa indignidad lo sostiene.
Si nuestros Estados reconocieran la identidad de gĂ©nero de aquellos y aquellas que nos identificamos de un modo distinto al que nos asignaron al nacer, Ă©stas y otras violencias semejantes no tendrĂan lugar (esta historia es un claro ejemplo). Sin embargo, tal y como ocurre con todas las historias, siempre es posible extraer de ella otras enseñanzas o, al menos, otras advertencias.
La retĂłrica de la identidad de gĂ©nero, aquella que la consagra tanto como un rasgo presente en cada persona como un derecho de rango universal, supone que hay en nuestro interior, en el de todos y cada cual, un nĂşcleo de verdad que debe ser reconocido por la ley a fin de asegurarnos una vida y una muerte dignas. Creo que vale la pena preguntarse por quĂ© ante un sistema que envĂa fiscales y forenses a una iglesia a constatar una cierta verdad es preciso oponerle otra verdad, tan certera y tan periciable como la anterior. ÂżNo serĂa mejor enfrentarlo con el desquiciamiento de toda pretensiĂłn de verdad, con la indistinciĂłn brutal entre todos los “asuntos”, la impostura irreductible de todas las identidades y la falsedad original de todos los documentos?
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