Qué remedio, amigos. Qué remedio. Asà quizá se lamenten las locas añejadas en las mesas de El Olmo, en Pueyrredón y Santa Fe, cuando recuerdan aquel cosmos anárquico de los baños públicos ferroviarios, las célebres teteras donde vertÃan los hechizos vitales de su sexualidad. El hongo luminoso del neoliberalismo hizo desaparecer junto con la privatización de la red de trenes aquellos espacios liberados de Buenos Aires. Hubo entonces que despedirse de espaldas de los ardientes urinarios, como Liza Minelli de su amante en Cabaret.
ImagÃnense aquellos racimos de gays de todas las edades, clases y fisonomÃas déle charlar y fisgonear braguetas en los andenes de la lÃnea Mitre, bajo la eterna amenaza de la invasión policial y el inciso H. A veces eran maestras de las más jóvenes que no tenÃan otro destino de exploración y descarga. Ni qué decir cómo conseguÃan atraer bajo su arácnido aguijón a los chongos, los maridos de trampa, los tapados.
Cuando terminó la dictadura, la pública tetera convivió con la incipiente movida homo de la democracia, hasta que la onda expansiva tolerante y moderna inclinó la balanza hacia el circuito sexual de puertas adentro. AsÃ, a medida que el mercado manflora abrÃa saunas, discotecas y pubs, el sexo ferrocarrilero fue perdiendo su prestigio gratuito y popular.
Además, como salto modernizador y derramamiento de sangre se van ensamblando en toda la ciudad, las teteras sobrevivientes se ensañan ahora contra el goce de las que insisten, y si no es el guardián o el policÃa quien las acecha, son pibes desposeÃdos los que les reclaman por la fuerza su botÃn, en una sociedad donde, como decÃa Pasolini, si poseer es un deber, llegar incluso a matar para conseguirlo se vuelve para muchos excluidos un derecho.
En las mesas de El Olmo, las antiguas habitué de los baños oyen aún en la memoria la tromba monótona de los trenes y reclaman que no vengan a hablar de las teteras como la consecuencia sórdida de su aislamiento social, la guarida de su triste divagar fuera de las fronteras de la comunidad organizada. A diferencia de las jóvenes, que rivalizan en modelos y anatomÃas discotequeras para seducirse entre ellas, las viejas locas buscaban en aquellos baños, previo a la ola privatizadora, el sabor chongo de lo contrario, al modo de Reinaldo Arenas o los personajes de Manuel Puig.
Se debe rendir, pues, un homenaje a ese mundo del deseo callejero, como hizo el colectivo GLTTBI español después de que cerrase el cine madrileño Carretas, tugurio fabuloso que se burlaba de la moralina franquista. Como en todo homenaje, va aquà un solemne cierre: No olvidemos a nuestras locas demodé, su astucia resistente es un ejemplo para las nuevas generaciones maracas porteñas.
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