Me despierto con el sol en la cara y descubro en una epifanía o un mal sueño que Hamlet es argentino. Lo venía presintiendo en los días anteriores. Al despropósito de la realidad argentina se le suma el comentario de mi tía Analía, que me dice por teléfono: algo está podrido en Dinamarca. Abro el diario y leo que el presidente argentino advirtió ante los mandatarios del mundo de la amenaza internacional del usurpador al trono Claudio el Marxista, perdición para la humanidad y para occidente libre. Gustavo me recuerda que ya la obra existía antes de Shakespeare. Hamlet, el postulante a rey nórdico, el desquiciado y delirante aspirante al poder en una oscura historia de intrigas y venganzas, ya había sido representado. Shakespeare le da un realce simbólico, espiritual, dark, queer y fascinante, para transformar esta obra de venganzas incestuosas y matricidas en un clásico, pretendiendo, bajo el designio de preservar la memoria del padre muerto y Dinamarca, arrasar con todos los estamentos institucionales, transformándola también en una divagación del espíritu desviado.

Este Hamlet, como el danés, vive perseguido por el fantasma de su padre y no parará hasta lograr la destrucción de todo lo que encuentre a su paso. A diferencia del otro Hamlet, que está acompañado de su fiel amigo Horacio, el Hamlet argentino tiene a un amigote parecido a él, también perseguido por el fantasma de su padre, que cuando fue presidente hizo pedazos lo que encontró a su paso y se quedó con la mejor parte del Antón pirulero.

La ambivalencia del Hamlet dark rasgándose las investiduras en el monólogo presidencial, ser o no ser, esa es la cuestión, dormir es morir, finalmente ha proyectado algo de su propia ininteligible historia entre mesiánica y depresiva a toda la Argentina. Pretende que ésta muera en escala espectacular y global. Para que esto suceda hay que comenzar por inocular el veneno en la oreja del padre y darle muerte, que en la obra de Shakespeare es producida a manos del malvado Claudio. Hamlet se vuelve así en el hacedor de una justicia suprema. ¿Y si, en cambio, propusiéramos esta otra hipótesis?: Hamlet mata a su padre arrogantemente y de él vuelve el fantasma reclamando justicia, desplazando su lugar de asesino al de salvador mesiánico. Aquí, el que huele a podrido es Hamlet, no Dinamarca.

Este hombrecito pusilánime y atribulado dice desde el comienzo exequias en danzas y bodas en lamento, de este modo pretende escribir su destino personal en la piedra de la historia grande. Pero le prestan los cinceles para que su delirio personal se transforme en destino general. Sí, vivir acorde a muerte que festeja y bodas que sufren y arrasan su íntimo sentido de alegría, contrato social y nueva unión. Es una verdadera aberración. En esa breve síntesis que el propio Hamlet menciona al comienzo de su intriga está el plan de acción que mueve la tragedia. No nos entreguemos a esa reversión perversa del sentido: destrucción no es festejo y boda no es sepelio. En ese brutal reverso, Hamlet vive, se regodea y mueve los hilos de la infatua Dinamarca.

A partir de aquí comienza el delirio necesario: sálvanos del tío Claudio el marxista y de mamá Gertrudis la viciosa. Para poner las cosas en orden tendrá que cargarse de su propio veneno a toda la población y también a la casta, inocular de ese veneno y sus variantes al intrigante Polonio, a los cortesanos alcahuetes, a dos personajes oscuros y residuales que creen que tienen el poder real llamados Rosencrantz y Guildenstern, que revivieron en nuestra contemporaneidad en la obra Rosencrantz y Guildenstern han muerto, de Tom Stoppard, dos mensajeros que se creen protagonistas. También son mandados a matar, aquí los obsecuentes también mueren. Se cargará también a Ofelia, que se vuelve loca o él la trata de loca y luego la enloquece, un antecesor de las misoginias farfullantes de odio. Y una vez que se entera de la muerte de Ofelia llora en su entierro, pero ante la calavera del bufón infantil Yorick, transformando la simbología necrológica en la misión de Dinamarca. La megalomanía personal toma las dimensiones del mundo: cortesanos, alcahuetes, amores, mujeres, el país, todos tendrán que morir, será el destino. El único que se mantiene lúcido es Horacio, él va registrando los hechos, Horacio Shakespeare, Horacio cada uno de nosotros, minuciosamente, sin perder pisada a los hechos irreversibles de la catástrofe venidera.

La escena final es para alquilar balcones, si hubiéramos sido invitados al Teatro del Globo, pero no, tendremos que hacernos lugar a empujones, lo más cerca posible del borde del escenario. En un torneo de espadas, veneno y destrucción en el cual Laertes, el hermano despechado de Ofelia, hijo de Polonio, pretende vengarlos, los venenos jugarán nuevamente su lugar y en un equívoco fatídico también morirá Gertrudis, esa madre que lo ha exacerbado eróticamente en la cama de papá, que lo ratonea con el tío Claudio el marxista y a su propio cuerpecito que no sabe si salir corriendo o arrojarse y sucumbir entre las sábanas. Me pregunto cómo hemos llegado a esta actualidad de parricidio, orgías, venganza, destrucción total, mesianismo insurgente, manía delirante que nos involucra a todos en todos los estratos, en todos los niveles, en la gran carnicería del final que bien podría ser el de una ópera italiana escrita por Verdi.

Finalmente, el propio Hamlet logra su cometido, su propia e insistente pretensión de morir. A costa de que nada quede en pie. A costa de que el mundo se vaya por el agujero de su propia tumba. Horacio, mientras tanto está despierto. A Horacio, Hamlet oportunamente la ha señalado hay más razones en el cielo y en la tierra que las que tu filosofía pueda comprender. Sin embargo, Horacio, pie en tierra, en vez de encomendarse a los cielos escribe sobre el papel, registra, sienta las bases para que otros no repitan jamás la historia, nunca más. Yo no soy Horacio, vos tampoco, porque nadie puede ser el solitario Horacio por estos días, tan lúcido y preciso, tan Shakespeare. Y todavía se discute si Shakespeare no eran unos cuantos. Unos cuantos Horacio, muchos Horacio, los Horacio plurales. Los sobrevivientes de la carnicería tendrán no solo que contar la historia, sino que reconstruir. Esa es la tarea, y multiplicar por supuesto, como cantó y sigue cantando la Trova Rosarina. Multiplicar es la tarea.

Con el bufón, con la calavera del bufón en sus manos, siente nostalgias de sus antiguos héroes cortesanos de la década infame y más atrás, mientras tiene eyaculaciones mentales con madres putativas que vienen de reinos lejanos, con reinas plebeyas que en su momento han estrujado el corazón de sus votantes. Podría decir Hamlet: en esta calavera que tengo entre mis manos, verbera y tiembla el espíritu de Margaret Thatcher. De todos modos, anda buscando nuevas madres. Lo vimos fotografiarse con Kristalina Georgieva. Y de realizarse la unión carnal, en esas sábanas nos cocinaremos todos. Hoy mismo, en el Congreso de la Nación, hay ecos de esa cocción putrefacta.

Que salga el olor a podrido que tiene que salir, dicen algunos. ¿Podremos escribirle otro final a Hamlet que no sea una tragedia? No sé Dios, pero Hamlet es argentino. Este Hamlet ama profundamente ser súbdito de los anglosajones y no le hace goles que se vuelven arte y dios. Imaginen por un momento a ese lánguido y doliente Laurence Olivier en el famoso monólogo con patillas y campera de cuero, vestido por Hugo Boss. Imaginen a los dinosaurios.