Cinco exintegrantes del Departamento de Informaciones (D-2) de la policía de Córdoba fueron condenados a penas de entre quince años de cárcel y prisión perpetua por delitos de lesa humanidad durante la última dictadura. El juicio incluyó casos de secuestros, torturas y violaciones a mujeres de presos comunes de la Unidad Penitenciaria 1, que colaboraron con los familiares de presos políticos –en total aislamiento y privados de visitas– sacando y entrando información a escondidas.

Las penas de prisión perpetua que dictó el Tribunal Oral Federal 2 de Córdoba recayeron en los expolicías Carlos Alfredo Yanicelli, Yamir Jabour y Juan Eduardo Molina, por los secuestros, tormentos y homicidios agravados de Juan Carlos Bazán y su primo Elías Humberto Ríos, que permanecen desaparecidos. Los chuparon en la calle el 8 de agosto de 1979 y los sometieron a condiciones extremas de cautiverio y torturas en el D-2. Raúl Alejandro Contrera fue sentenciado a siete años de prisión como partícipe secundario de los tormentos a Bazán. La “Cuca” Antón recibió una pena de quince años como autora de secuestros y tormentos en cinco casos, según detalló el portal Fiscales.

Los jueces Julián Falcucci y Fabián Asís y la jueza y Noel Costa absolvieron a la exasesora de menores Ana María Rigutto de Oliva Otero y a la civil Adela María González, que llegaron al juicio oral acusadas por el falso testimonio que permitió la inscripción de una niña como hija de dos personas que no eran sus progenitores. El Ministerio Publico Fiscal, representado por el fiscal Carlos Gonella y los auxiliares fiscales Facundo Trotta y María Laura Bazo Queirolo, aguardará los fundamentos para evaluar las apelaciones. En su alegato las habían acusado por supresión y alteración de estado civil, sustracción de una persona menor de diez años, prevaricato de auxiliares de la justicia, falsedad ideológica y falso testimonio.

Los casos por los que fue condenada Antón tienen en común que las víctimas eran mujeres con familiares presos en la UP1 por delitos comunes. A diferencia de los calificados como “subversivos”, que no podían recibir visitas ni salir al patio, entre otras restricciones, los “comunes” tenían un régimen regular de visitas. En solidaridad con quienes la pasaban peor aún que sus seres queridos, se estableció una forma de comunicación clandestina, por la cual las mujeres ingresaban y egresaban mensajes de los presos políticos para sus familias, que de ese modo se enteraban de que no estaban muertos. Las víctimas incluidas en el juicio fueron detenidas en setiembre de 1978 en diferentes procedimientos, todos ilegales y caracterizados por la violencia desplegada. En el D-2 fueron sometidas sistemáticamente a interrogatorios, salvajes sesiones de torturas, y en algunos casos también violadas y abusadas sexualmente. De acuerdo al alegato de la fiscalía, “los testimonios revelan el propósito del personal del D-2 de reducir a las víctimas a meros objetos con información extraíble y al mismo tiempo satisfacer sus apetencias sexualmente”. 

Antón --una de las pocas mujeres condenadas por crímenes contra la humanidad-- se desempeñó en el D-2 desde el 1 de febrero de 1974 al 22 de diciembre de 1975, y desde el 18 de marzo de 1976 hasta el 11 de enero de 1984. Durante esa época, de acuerdo con lo acreditado en este y otros juicios previos, el personal del D-2 practicaba allanamientos, realizaba detenciones e interrogatorios bajo brutales sesiones de torturas y participaba de asesinatos y, en muchos casos, de la posterior desaparición de los cuerpos de las víctimas. Una de las víctimas aseguró haber visto a Antón en el D-2 en el tiempo en que las cinco mujeres estuvieron detenidas. La testigo detalló que, durante las sesiones de tortura, había varias personas que participaban activamente y que entre ellas se encontraba “una mujer que le decían ‘Cuca’”, apodo al que respondía Antón, que le quiso aplicar la picana eléctrica.

En su alegato, los fiscales habían invocado el derecho a la verdad para que el tribunal se pronuncie en un caso en el que no hay imputados vivos.  El 12 de junio de 1979, personal policial no identificado del D-2 irrumpió violentamente en la casa en la que estaban Luis Enrique Rosales, Carlos Alberto Franco, Roberto Maldonado y Olga del Carmen Molina. Cuando la patota estaba allí, llegó José Manuel Ochuza, a quien también secuestraron. Las cinco víctimas fueron trasladadas al D-2 y  sometidas a condiciones extremas de cautiverio, mientras les eran aplicados distintos tormentos, como golpes, picana eléctrica, submarino (asfixia por inmersión en agua) y golpes de todo tipo. Finalmente, fueron asesinadas en circunstancias que no han podido ser precisadas hasta la fecha y permanecen desaparecidas.