Suenan diecisiete campanadas de un reloj cucú. La señora Smith dice “¡Vaya, son las nueve!” y sin más, se pone a hablar de todo lo que acaban de cenar. El señor Smith, mientras tanto, lee el diario y sólo chasquea la lengua como respuesta. Así comienza La cantante calva, la obra de Eugene Ionesco. Esta pieza, la primera del famoso dramaturgo, da inicio a lo que se conoce como “teatro del absurdo”. En ella no hay trama, al menos no como solemos entender la trama, y las situaciones y escenas se suceden sin conexión temática. Tampoco al interior de las escenas o de las pequeñas conversaciones hay siquiera coherencia. Charlan y cuentan relatos cortos y anécdotas insustanciales que se suceden para llenar el tiempo de la representación. Nada tiene sentido. Las contradicciones son constantes desde la primera escena: los Smith hablan de Bobby Watson y su mujer, que se llama como él, también los abuelos y un tío se llaman igual; dicen que no tienen hijos, luego que tienen un niño y una niña, que también se llaman Bobby Watson, y así sigue la conversación.

¿No tenés la sensación de haberte levantado un día y, sin que nadie te avisara, estás adentro de una obra de Ionesco? ¿No te sentirías como el público de la primera representación, allá en París por 1950, que salió indignado y preguntándose de qué diantres se trata la obra? Jacques Lemarchand, el célebre crítico francés, describe la salida del teatro el día del estreno como un interminable parloteo en el que la gente no dejaba de preguntarse por qué le habían puesto “La cantante calva” si no había ninguna cantante, ni calva ni peluda, por qué de pronto aparecía un bombero, de quién intentaban burlarse con esa representación y, sobre todo, la pregunta más reiterada: “¿de qué se trata?”

Quienes fuimos a la escuela en cualquier país del llamado “mundo occidental” sabemos que la narración consta de tres momentos: presentación, nudo y desenlace. Lo sabemos porque nuestra educación es aristotélica y Aristóteles explicó que lo único importante en la tragedia (aplicado luego a cualquier narración, sea cual fuera el género) es la fábula, es decir, la trama. Todo debe subordinarse a la anécdota, esa que se puede contar respondiendo, justamente, a la pregunta “¿de qué se trata?” Pero para saber de qué va la obra de Ionesco no podemos aplicar esa matriz. Porque para entender la obra hay que olvidarse de esa pregunta y comprender con otras estrategias que no tienen nada que ver con la lógica. Al menos no con esa lógica.

¿No te pasa que cuando leés los comentarios en Twitter o en cualquier red social no podés entender lo que dicen? Te ayuda --un poco-- la idea del “odio”. Porque también estamos inmersas (e inmersos) en una sociedad que justifica cualquier cosa bajo el paraguas de las “emociones violentas”. Se supone que cuando la gente odia, ve todo negro --o rojo-- y dice cualquier cosa o hace cosas absurdas. Sin embargo, vos también estás llena (o lleno) de odio. Porque no me vas a decir que amanecés amando al prójimo cada día. Y con odio y todo, no salís a abrazar motosierras. Así que el odio no lo explica todo. Entonces, ¿qué es? ¿Por qué frente a la contundencia del shock en el supermercado, los textos porno del tipo “los voy a hundir”, la gente sigue vivando al “León”? Hay por ahí unos cuantos videos didácticos que explican los efectos de la “alienación cognitiva”. Aplican a cualquier fanatismo, incluso al tuyo. Vos también argumentaste que era “lo posible en ese momento” cuando alguien te preguntó por qué en el 2015 votamos a Scioli. Aun con la imagen del exmotonauta abrazado al presidente actual. Aunque también es cierto que sos capaz de pensar un poco y hacerte a la idea de que no hay dirigentes infalibles y que vas a tener que hacerte cargo de tus propias ideas y buscar el modo de que se te escuche en las discusiones. Pero si bien se podría explicar este mundo delirante con ese concepto ad hoc de “alienación cognitiva”, eso no te alivia la pregunta. ¿Por qué la gente se fanatiza con un tipo que dice sin ningún disimulo que nos va a arruinar porque hay que beneficiar a los verdaderos “emprendedores” que son los millonarios? ¿Por qué la experiencia de los noventa, el estallido del 2001 --que hasta tiene serie televisiva--, no dejó ningún aprendizaje?

Tal vez haya que buscar otras formas de tratar de entender, porque dato NO mata relato. Y la coherencia narrativa, esa de presentación, nudo y desenlace, no aplica a nada de lo que estamos viviendo. Jaques Lemarchand dice en su prólogo a “El teatro de Ionesco”: “No es un teatro psicológico, no es un teatro simbolista, no es un teatro social, ni poético, ni superrealista. Es un teatro que todavía no tiene etiqueta”. Se escuchan por ahí muchas voces diciendo que, en marzo, cuando haya que comprar los útiles para el colegio, cuando la clase media tenga que pagar las impagables cuotas de las prepagas y de los colegios privados, entonces todo va a estallar por los aires. Porque, una vez más, la expectativa está en que los datos de la realidad operen en la conciencia de la gente. Sin embargo, cuando hay mística, la cosa no funciona de manera tan prolija. Por lo menos no de manera inmediata. Cuba sufrió desde el bloqueo, hace ya muchos, pero muchos años, penurias económicas terribles. Sin embargo, esas penurias entraban --no se sabe por cuánto tiempo, porque se cierto que ninguna mística resiste cien años cuando se la bombardea por todas partes-- en el relato de la Revolución. Y acá también hay un relato, distinto, ya vemos, con una lógica que no podemos atravesar con nuestra lógica, que puede aguantar más de lo que imaginamos. Claro que todo puede estallar por los aires porque el cuarenta y cuatro por ciento de la población es mucha gente. Pero el otro cincuenta y seis, que tal vez ya haya perdido los puntos del voto castigo, es un hueso duro de roer.

Yo sé que a vos te gustaría saber qué hacer, cómo hacer para limar ese hueso, cómo operar para tratar de introducir algo de racionalidad a este momento casi de delirium tremens. Sé que estarías más que dispuesta (o dispuesto) a hacer lo que fuera para que eso que llamamos “la gente” despertara de este sueño opiáceo. Ese aturdimiento del que hablaba Marx cuando quería mostrar cómo la religión adormece a las masas prometiendo un paraíso posmortem si soportan con estoicismo las penurias en vida. Yo también quisiera. Yo también estaría dispuesta, más que dispuesta, a ponerme manos a la obra en la dirección que fuera. Pero creo, humildemente, que, a pesar de la velocidad con que nos están aplastando, nos toca poner toda nuestra imaginación en la búsqueda de ese “qué hacer” (como hubiera dicho Lenin). Seguro no es tratando de imponer un relato a prueba de cualquier bala, sin discusión, sin escuchar a nadie, sin más explicaciones que “lo dijo --el o la dirigente de turno-- y hay que hacer lo que diga la conducción”. Seguro implica grandes dosis de paciencia. Seguro será tratando de comprender este teatro del absurdo que estamos viviendo con otras herramientas que no son las herramientas lógicas que tenemos más a mano.

 

El arte y cómo funciona en nuestra percepción, en nuestro cuerpo, en nuestros sentimientos, tal vez tenga algo que decir que la sociología y la psicología no pueden. O al menos no pueden sin tener en cuenta esa otra dimensión que no se explica con conceptos de las ciencias sociales o las ciencias de la salud. Las artistas (y los artistas) tienen que comprometerse como lo están haciendo, pero también sería bueno un compromiso con el propio arte. Buscar, rascar con las uñas si hace falta, cómo abrir el alma que está cerrada a cal y canto por un arte funcional a la derecha. Porque esto que han logrado lo han conseguido con las herramientas del arte. La izquierda -o el progresismo bien entendido-- tiene que encontrar en el más allá de las palabras (porque las palabras tienen su más allá), en los relatos que no son información sino, justamente, arte, el antídoto para este veneno que nos están inoculando a todas horas, todos los días. El arte y la solidaridad. Un arte en estado de pregunta y una ética en la que se siente el dolor de los demás como propio y se comparta el propio con quienes tengan disposición de compartir. A lo mejor, quién te dice, la política no sea más, ni menos, que eso: arte y solidaridad.