Las amigas y los amigos de Brasil –dirigentes políticos y sindicales, investigadores, periodistas– están francamente conmocionados. Como es natural, oscilan. Unos buscan ya mismo una explicación al triunfo de Jair Bolsonaro. Otros más bien se ocupan de templar el ánimo para soportar la derrota y los ataques. 

La explicación a veces toma formas apocalípticas. Decía un cartel de la campaña por Fernando Haddad visto la última semana en Río: “Una hormiga por bronca contra la cucaracha votó a favor del insecticida. Todos murieron. Hasta el grillo que se abstuvo de votar”.

La búsqueda de templanza recurre a los poetas. Anoche circulaba entre profesores universitarios la traducción al portugués de un texto escrito por el ruso Vladimir Maiakovski: “No estamos alegres, es cierto. ¿Pero por qué deberíamos ponernos tristes? El mar de la historia es agitado. Las amenazas y las guerras hay que atravesarlas. Partirlas al medio cortándolas, como una quilla corta las olas”.

¿Qué haría con estos resultados electorales el mayor intelectual que tuvieron Brasil, el lulismo y el Partido de los Trabajadores en las últimas décadas? Marco Aurélio García, que murió de un ataque al corazón el 20 de julio de 2017, era un tipo cálido y presente sobre todo en las malas. Primero se abrazaría con Haddad. Luego trataría de hablar con Lula, de quien siempre estuvo tan cerca desde la fundación del PT en 1980. Y, como cuando ganó Mauricio Macri o como el día en que Dilma Rousseff fue derrocada, quizás se permitiría una frase en impecable argentino:

–Es una cagada, viejo.

Marco Aurélio hacía tanto esfuerzo por desdramatizar como por entender. Y por actuar: práctico más que pragmático, porque no se resignaba a la injusticia, en los últimos años alcanzó a trazar en borrador algunas características de lo que estaba sucediendo.

Insistía en que no bastaba caracterizar la nueva etapa como de gobiernos neoliberales. Ése era uno de sus rasgos. Pero no el más nuevo, porque lo mismo había ocurrido ya en la década de 1990. Para MAG, como era conocido entre sus amigos, la novedad era la preocupación conservadora por durar lo más posible en la administración del Estado. O por el consenso y los votos, o por golpes como el brasileño de 2016, o por la violación del Derecho y el debido proceso y la creación de situaciones excepcionales o, en fin, por la combinación de toda la artillería junta. 

Repetía que uno de los rasgos del mundo con Donald Trump era la imprevisibilidad. Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Campinas antes de incorporarse al gobierno como asesor de Lula en 2003, MAG no asimilaba esa imprevisibilidad al simple azar que están acostumbrados a contemplar los buenos historiadores. Al contrario: para él ya era un rasgo estructural que haría aún más inestable cualquier experimento popular fuere donde fuere. 

Recomendaba considerar la memoria plebeya de la experiencia social concreta, memoria que podía estar presente para el lulismo y para el peronismo más allá de sus identidades.

Pedía estudiar la naturaleza objetiva y subjetiva de la clase trabajadora sin descalificar su poder transformador.  

Y sugería prestar atención a las nuevas contradicciones. “El capitalismo financiero, más de lo que fue en el pasado, no se limita a la explotación y desvalorización creciente del mundo del trabajo”, escribió en Le Monde Diplomatique cuando Bolsonaro no era siquiera candidato. “Se revela igualmente racista, misógino y oscurantista. Se amplía, así, el espectro de contradicciones y, también, de enfrentamientos con ese proyecto que, cada día que pasa, retira la esperanza del horizonte de la mayoría de los pueblos del mundo.” 

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