Por Miguel Bonasso
Ross Newland, el jefe de estación
de la CIA en Argentina, se apresta a dejar el país antes de marzo,
como consecuencia de haber sido destapado por Página/12,
que publicó en exclusiva su foto el domingo pasado. Es la primera
vez que ocurre algo semejante con un Station Chief en la Argentina y es
dudoso que haya antecedentes en otro país. Por lo general la
Compañía guarda celosamente la identidad y el rostro
de sus agentes. A lo sumo algún periodista como ocurrió
con el asesinado columnista mexicano Manuel Buendía ha logrado
publicar los nombres de algunos jefes de estación. Fuentes oficiosas
de la embajada norteamericana expresaron su enojo sotto voce y calificaron
el suceso periodístico como violación de las reglas
del juego. Como no hay ningún juego pactado con el periodismo
independiente, debían aludir a las fuentes de la información,
a las que imaginarán vinculadas con la SIDE, la módica central
argentina de espionaje con la que Ross Newland mantuvo un pleito en tiempos
de Fernando de Santibañes. Algo de eso debe haber, porque la publicación
de este diario causó conmoción en el área de seguridad
e inteligencia del Gobierno, que habría recibido una severa queja
de los vecinos del Norte (ver nota en esta misma página). También
los agentes de la SIDE están enojados.
Un espía bostero
Para Ross Newland, un cincuentón bostero, aficionado
al tango, el asado y los helados de Freddo, no debe ser agradable tener
que hacer las valijas. Igual que su paisano, el ex embajador James Cheek,
el ahora alicaído jefe de los espías norteamericanos ama
las ventajas que esta bendita ciudad de Buenos Aires ofrece al que tiene
poder y dinero. Tal vez por eso ha logrado permanecer en este destino
más de tres años, cuando lo habitual suele ser un bienio.
Un dato que debió causar escozor y envidia entre algunos colegas
suyos: Barry Royden, Michael Berger, John Williamson y Bob Service, un
hombre de apellido premonitorio. Todos ellos fueron Station Chiefs en
Buenos Aires y todos ellos querían regresar al puesto.
Newland, por su parte, debía saltar a una posición clave
en el cuartel general en Langley, Virginia, la jefatura de reunión
de información de toda el área latinoamericana. Pero ahora
nadie podría aventurar que ese probable ascenso esté asegurado:
el descubrimiento de la identidad real suele ser un baldón para
los espías profesionales.
El destape de Newland comenzó en rigor el 17 de setiembre
último, cuando el diario La Nación dio a conocer el nombre
del jefe de estación en un artículo de Gabriel Pasquini
que ponía de manifiesto por primera vez- los choques y desinteligencias
(valga más que nunca la palabra) entre el hombre de Langley y Fernando
de Santibañes, ese banquero amigo del Presidente que, paradójicamente,
admira a Estados Unidos y quería construir una Secretaría
de Inteligencia del Estado a imagen y semejanza de la central norteamericana.
Hasta ese momento nada en el currículum del espía hacía
prever un tropiezo semejante. El politólogo Ross Newland, casado
con una ciudadana panameña que le dio dos hijos, ha cubierto sin
graves contratiempos varios destinos difíciles: Panamá,
Rumania, Nicaragua, Alemania y España. Habla correctamente alemán
y rumano y maneja un castellano fluido con nítida acentuación
caribeña. Hasta tropezar con la Argentina radical de Santibañes,
su máximo desafío había sido Rumania, donde atravesó
por una situación desconocida que él mismo calificaba como
difícil.
A diferencia de otros antecesores en el cargo, como John Williamson, que
estaban vinculados a dinosaurios de la Guerra Fría como el general
Vernon Walters, Newland se declara de la nueva ola y muy amigo
del actual jefe de la CIA, el melómano George Tenet. Amistad que
puede disimular algunosyerros de su análisis político como
la fallida predicción de que Eduardo Duhalde iba a ganar las elecciones
presidenciales en 1999. Pronóstico influido, probablemente, por
las excelentes relaciones que alcanzó con el gobierno menemista
y de manera muy especial con el Señor Cinco de aquella
administración, Hugo Anzorreguy. Con Anzorreguy, un ex abogado
laboralista que allá lejos y hace tiempo secundaba
al dirigente antiimperialista Raimundo Ongaro, el hombre de la CIA andaba
literalmente como Pedro por su casa en la Argentina de las
relaciones carnales. Anzorreguy, un caballero peronista
de modales amables y oligárquicos, lo llevaba al polo, le daba
buena información entre chucker y chucker, firmaba convenios con
él para intercambiar espías (como el pactado en 1998) y
estaba dispuesto a todas las finezas para agasajar al COI
más importante. (En la jerga de los espías argentinos, se
llama COI a los jefes de espías extranjeros cuya función
es la de enlace con la SIDE y hay quien ha hecho una industria del agasajo,
como el ex represor de Rosario, el coronel Pascual Guerrieri alias
Señor Jorge, que solía pasearlos en lancha por el
Tigre al módico costo de 350 dólares por barba
que sufragaba la caja de 25 de Mayo.)
Cuando Anzorreguy se enteró, por ejemplo, de que el amigo
Ross amaba el esquí, no demoró un segundo en llevarlo
a conocer las bellezas del sur y las mejores pistas de Bariloche. Los
funcionarios norteamericanos, que pontifican sobre la corrupción
ontológica de los latinos, suelen ser muy afectos a las atenciones
oficiales que no les cuestan un centavo. Como es un hombre agradecido,
Ross se permitió recomendarle a Hugou a
la traductora pública María José Cassina (hija del
coronel Alberto Cassina) para que atendiera la delegación de la
SIDE en Washington.
Buenos Aires era una fiesta
Hasta diciembre de 1999, Buenos Aires era una fiesta: los domingos Ross
vibraba en esa Bombonera que no tiembla, late. Algún
sábado por la noche caía por la milonga y practicaba pasos
de tango con la espía local María Esther Mitchel. Cualquier
fin de semana se regalaba con un asado que diluía con un excesivamente
perfumado Comte de Valmont. Cualquier día de la semana era bueno
para retratar a la ciudad junto al río inmóvil desde los
pisos más altos del Sheraton o recalar en el Freddo del Golf, para
pedir un cucuruchou de dulce de leche, granizado de chocolate
que en USA no se consigue fácilmente o sambayón.
Tampoco eran malos los almuerzos en el Querandí y la sobremesa
de charla informativa, entre volutas de Gitanes. Nadie en el país
sabía aún quién era o cómo se llamaba el jefe
de estación de la CIA, un cargo desde el que se había ordenado
más de un asesinato en la convulsionada Argentina de los setenta.
Y en eso llegó De Santibañes.
Por esas aventuras de la dialéctica, el banquero que se presentaba
como el gran amigo y admirador incondicional de los norteamericanos desandaría
el camino que había conducido a su antecesor a ser condecorado
en Langley, para terminar peleándose con el Station Chief en la
Argentina.
De Santibañes, al parecer, quería una relación directa
con Estados Unidos sin la mediación de burócratas menores
como Newland. Y tal vez por esa razón le prestó poca atención
al funcionario norteamericano cuando éste le recordó que
debían proseguir los intercambios anuales de agentes pactados con
Anzorreguy en 1998. El programa, finalmente, se suspendió.
Luego, el nuevo Señor Cinco incrementó los acuerdos con
el FBI, el gran rival de la Compañía.
En junio, De Santibañes estuvo en los cuarteles de Virginia y,
a fin de mes, contrató al ex analista de la CIA Brian Latell para
que diera un curso de cinco días en la Escuela Nacional de Inteligencia
(ENI), con un confortable estipendio de 50 mil dólares y alojamiento
en un hotel de lujo. Sólo olvidó un detalle: avisarle oficialmente
a Ross. CuandoPágina/12 destapó el costoso seminario, cundió
una ola de enojo y paranoia en la SIDE y De Santibañes llegó
a pensar que la filtración periodística era una venganza
de Newland.
El 14 de setiembre pasado, el diario La Nación informó que
tres agentes de la SIDE (Omar Daniel Feliú, Jorge Enrique Larrechart
y Oscar Esquivel) habían sido detenidos en Ezeiza cuando intentaban
ingresar cinco valijas con material para espionaje electrónico
de última generación. El cronista aventuraba que la Aduana
había sido alertada por Asuntos Internos de la propia SIDE. Fuentes
de este diario van más lejos y aseguran que quien dio el pitazo
fue el propio jefe de Contrainteligencia de la SIDE, el antiguo mayor
carapintada Alejandro Brouson, que condujo el secuestro de Enrique Gorriarán
en México. El material, conviene consignarlo, había sido
comprado en Estados Unidos con la venia de la Compañía.
Tres días más tarde, el mismo matutino lanzaba una interesante
revelación: Ross Newland, el Station Chief de la CIA en Buenos
Aires, había denunciado ante De Santibañes que uno de sus
principales colaboradores era seguido por personal de la SIDE. Detrás
del reclamo -proseguía el artículo hay un conflicto
de fondo: las prioridades de la CIA se han diversificado. Su atención
no se centra únicamente en el terrorismo islámico: desde
la llegada de Vladimir Putin al poder ha enviado órdenes a sus
agentes de incrementar la vigilancia sobre las actividades comerciales,
militares y de inteligencia de Rusia en el mundo.
Una de espías
Fuentes de Página/12 aseguran que en febrero último la
SIDE y otras dependencias fueron alertadas por distintos gobiernos de
que existía una operación en gran escala orquestada por
la mafia rusa para introducir ilegalmente miles de rusos y ucranianos
en Argentina. Cada ilegal pagaría unos 7 mil dólares para
entrar en Argentina y otros 15 mil para ingresar a Estados Unidos. La
CIA sabe que nuestro país es un escalón intermedio y quiere
parar el flujo hacia sus fronteras, pero, a esta altura, debe estar pensando
que hay poderosos intereses creados paralizando las acciones. Los espías
norteamericanos, como en las películas, se preguntan si no existen
nexos entre la mafia rusa y los misteriosos servicios que sucedieron a
la KGB, cuyo hombre en la Argentina es el enigmático Don
Valentín Lacrado, llamado así por su nombre y la tendencia
moscovita al secreto.
Detrás del conflicto quedaron los días de la Operación
Centauro, montada por la CIA y la SIDE en la triple frontera tras el atentado
terrorista contra la AMIA. En el Centauro dicen,
Estados Unidos habría puesto el dinero y Argentina, los agentes
para infiltrarse en presuntos grupos de apoyo al fundamentalismo islámico.
En 1997 la Argentina avisó a Estados Unidos que el grupo Hezbolá
preparaba un atentado contra la embajada norteamericana en Asunción.
Hubo detención de sospechosos y Anzorreguy fue condecorado en Langley.
Sin embargo, según algunas fuentes, aquel presunto lauro de la
inteligencia argentina habría estado inflado por un espía
marketinero que en la Operación Centauro estaba a cargo
de la Dirección Número 34 (Delitos Trasnacionales y Contraterrorismo).
Su nombre es Patricio Finneng y su alias, Pedro Fonseca. Su currículum
incluye una graduación en Ciencias Políticas en la Universidad
Católica Argentina, pero el fallecido Facundo Suárez, que
lo tuvo en disponibilidad cuando condujo la SIDE, le recordaba otros antecedentes:
haber integrado la banda de Aníbal Gordon, haber participado en
la represión clandestina en Automotores Orletti y haber integrado
el famoso Grupo Alem con el celebérrimo Raúl Guglielminetti.
¿Qué habrían descubierto los norteamericanos que
tanto los irritó? Que Finneng habría ordenado el seguimiento
de los agentes de la CIA y que este trabajo habría estado a cargo
de un operativo conocido como Pinocho(que revistó
probablemente en la Policía Federal y cuyo nombre sería
Alberto González). Pinocho y otros dos agentes de 25 de Mayo habrían
montado el seguimiento a partir de una casa operativa de la
calle Billinghurst al 2400, que está bajo la responsabilidad de
un tal Altamir, yerno del coronel Rubén Víctor Visuara,
un represor con importantes funciones en la era de Anzorreguy que desde
diciembre trabaja con el secretario de la gobernación bonaerense,
Esteban Cacho Caselli, en un grupo informal de inteligencia
conocido como Tres de Febrero.
De Santibañes se vio obligado a renunciar y fue sucedido por Carlos
Becerra, pero en el segundo lugar quedó Darío Richarte,
un hombre vinculado al Grupo Sushi y puesto por el banquero que trata
de enmendar algunos yerros de su mentor, entre los que sobresale el encontronazo
con Newland. Por esa razón como muestra de buena voluntad
hacia Langley habría desplazado a Finneng de la Dirección
de Reunión Interior (de la que depende el 80 por ciento del personal
de la SIDE). Un dato que no pudo ser confirmado en el día de ayer,
debido al súbito mutismo que aqueja a diversas fuentes de la secretaría
que Página/12 suele consultar. El revuelo sigue y seguirá
en las sombras, por varias razones: un Station Chief que se ve obligado
a irse no es cualquier cosa y a esta altura nadie duda en Washington y
en la Rosada de que las peleas y contradicciones en el interior de la
SIDE la han convertido en un gruyère explosivo.
El
Gobierno salió a la caza del garganta profunda
Por Sergio Moreno
El gobierno argentino acusó
recibo de la dura reprimenda que le propinó la CIA por la difusión
de la foto de su Station Chief en Buenos Aires, Ross Newland, publicada
en exclusiva la semana pasada por Página/12. La administración
de Fernando de la Rúa encendió sus luces rojas ante la gravedad
del caso y la severidad de la queja y convocó a una reunión
de la que participó la cúpula del Gobierno, a excepción
del Presidente. Como consecuencia de ese encuentro, todos los organismos
de seguridad e inteligencia del Estado argentino salieron a la caza del
agente que filtró la información y la foto a este diario.
Por primera vez en la historia de este país, la foto de un jefe
de la CIA en Buenos Aires fue publicada por un medio de comunicación.
Para La Compañía como también se
conoce a la más poderosa agencia de espionaje del mundo significa
un perforación gravísima en su sistema de seguridad, de
la cual los norteamericanos acusan a los espías argentinos. De
resultas del episodio, Newland deberá abandonar el país,
a más tardar en marzo (ver página 3).
Tras la dura protesta norteamericana realizada por canales informales-,
el gobierno argentino decidió actuar. El miércoles a la
noche, en la Casa Rosada se discutían los cambios en las segundas
líneas del Gabinete. De la Rúa estaba reunido con el jefe
de Gabinete, Chrystian Colombo, hasta que llegaron otros funcionarios.
Colombo agotó los temas con el Presidente y se trasladó
de oficina. Lo esperaban el jefe de la SIDE, Carlos Becerra su segundo
en el organismo de espionaje civil, Darío Richarte, y el secretario
de Seguridad, Enrique Mathov. El tema fue la filtración de la información
y la foto de Newland. Mejor dicho: cómo resarcir a la CIA por la
baja que le había producido la publicación que
el domingo pasado había hecho este diario de esos datos. Y cómo
remediar las filtraciones de su organismo de inteligencia.
Desaguisados
El episodio es un contratiempo mayor para el gobierno argentino. Tras
los desaguisados producidos durante la gestión del anterior Señor
5, Fernando de Santibañes seguimiento de Newland y otros
agentes, de la CIA y de otros servicios extranjeros en la Argentina, pinchadura
de teléfonos de esos agentes, y la consiguiente queja de los norteamericanos
en aquella oportunidad, Becerra se había lanzado a recomponer
las relaciones con la Agencia Central de Inteligencia. Los norteamericanos
mantenían sus resquemores: en primer lugar, no era fácil
retomar la confianza luego de episodios tan graves en el mundo del espionaje
como los seguimientos y las pinchaduras a sus agentes; en segundo término,
La Compañía nunca dejó de sospechar sobre
la continuidad de aquella política, habida cuenta de la permanencia
en su cargo de Darío Richarte, actual segundo de la SIDE, que ocupaba
el mismo lugar durante la breve y tormentosa gestión De Santibañes.
Richarte, uno de los integrantes del Grupo Sushi (también conocido
por Juventud Antoniana por el liderazgo del hijo del Presidente,
Antonio de la Rúa), ni bien fue nombrado subsecretario de Estado
apadrinó y promovió a Alejandro Brousson (alias Alejando
Busquet), mayor retirado del arma de Ingenieros del Ejército que
fuera expulsado del Ministerio del Interior cuando su titular era Gustavo
Beliz, acusado de comandar tareas de inteligencia efectuadas sobre estudiantes
y sindicatos. Debido a la faena que Brousson realizó junto a la
concejera Maika Palacios en la limpieza de 1000 agentes producida en febrero
de 2000, Richarte lo nombró director del área 34, Contrainteligencia.
Esta dirección estratégica en la SIDE es la
responsable de efectuar los seguimientos y monitorear las escuchas telefónicas
a cargo de la Dirección de Observaciones Judiciales, conocida dentro
de la jerga de los espías criollos como ojota (O.J.).
El titular de O.J. es Ezequiel Lanusse, ex secretario privado de Enrique
CotiNosiglia, cuando el operador radical fue ministro del
Interior en el gobierno de Raúl Alfonsín. Patricio Feening
(alias Pedro Fonseca), uno de los acusados por la CIA de haber efectuado
los seguimientos de marras, depende de Brousson (ver página 3).
Cuando Newland se quejó ante De Santibañes por los seguimientos
y las escuchas a sus hombres, el banquero argumentó que la
ambiental no había sido efectuada por los suyos, sino por
los agentes despedidos para tenderles una cama a él,
a Richarte y al propio Brousson por haber armado las listas de desempleo.
Pero las explicaciones oficiosas de la cúpula de la SIDE no satisficieron
enteramente a los espías norteamericanos. Después de todo,
son espías y uno de sus deberes es dudar.
Pero, independientemente de la cuestión metodológica, y
según cuenta en su libro El Divorcio el periodista Martín
Granovsky, los norteamericanos sospechan del pasado carapintada de Brousson.
Ese nacionalismo vacuo de los viejos seguidores de Aldo Rico y Mohamed
Seineldín pone en alerta a cualquier hombre bien entrenado en Langley
y a todo burócrata de Washington.
Para colmo, después de un inicio con ínfulas, De Santibañes
perdió el entusiasmo en los temas de inteligencia. La CIA supo
quejarse de la falta de interlocución en Buenos Aires. Algo similar
ocurrió con los alemanes y su servicio secreto, el BND, muy activo
en el Río de la Plata. En julio del año pasado, el banquero
hizo una gira por Alemania. Inmediatamente, el jefe del BND en nuestro
país se puso en contacto con él para acordar una agenda
de trabajo en el cuartel central del organismo de espionaje alemán.
La sorpresa del funcionario fue mayúscula cuando De Santibañes
le solicitó entrevistas con el titular del Bundesbank y con empresarios
germanos. El espionaje quedaría para otra oportunidad (que nunca
llegó).
Consecuencias
El Gobierno está sufriendo las consecuencias de aquella historia.
Tras la publicación de la foto de Newland, la redacción
de este diario recibió algunos llamados. Quienes los efectuaron
intentaron conocer el origen de la información, es decir, la fuente,
cuya reserva por parte de los periodistas está garantizada por
la Constitución Nacional.
Más allá de esas escaramuzas, el Gobierno tomó el
asunto con mayor seriedad. El miércoles pasado se reunieron en
la Casa Rosada Colombo, Becerra, Richarte y Mathov. La discusión
giró en torno de la severa queja que la CIA le realizó por
la filtración de la información y su aparición en
un medio (foto incluida), que ha deteriorado severamente la relación
entre los espías norteamericanos y sus pares vernáculos.
Incluso, toda la tarea de recomposición que estaba llevando a cabo
Becerra e, incluso, Richarte (ver página
3) volvió a menos que cero.
Todo el aparato de seguridad e inteligencia del país se ha lanzado
a la búsqueda de la fuente o el garganta profunda.
En el oficialismo siguen sosteniendo que la foto no fue tomada por ningún
agente en actividad y continúan apuntando a los
desplazados en la purga de febrero de 2000.
Los americanos descreen. Responsabilizan al Gobierno por haber vulnerado
su aparato de seguridad y se aprestan a reforzarlo, mientras bajan la
calificación de confianza que supieron construir con la SIDE a
lo largo del menemismo.
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