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Un Edipo demasiado grande

En El desierto y su semilla, Jorge Barón Biza trató de encontrar los artificios necesarios para sostener una conciencia narrativa que de otro modo habría resultado aniquilada (cómo podría ser de otro modo) por la catástrofe familiar (tal como, ahora, parece deducirse de su último y desesperado acto).

Por Daniel Link

12 La fatalidad de ser cordobés acompañó a Jorge Barón Biza toda su vida, aun cuando todas las necrológicas señalaron que había nacido en Buenos Aires en 1942. Desde 1993 vivía en la capital mediterránea, donde ejercía la docencia universitaria y el periodismo cultural. Regularmente, La Voz del Interior publicaba sus reflexiones (sobre el lunfardo, sobre el cocoliche, sobre los valores en la cultura argentina. Mejor dicho: sobre la degradación de los valores en la cultura argentina). La última nota que publicó en ese diario tomaba como tema la poesía en las cárceles (ver recuadro). El último cuento que publicó apareció hace dos domingos en Radarlibros. Cada tanto entregaba a alguna revista de circulación restringida (o semiclandestina) las notas que excedían las pautas estilísticas y “morales” de los diarios para los que colaboraba.
Hace algunos años tradujo y prologó El indiferente, un texto primitivo de Proust milagrosamente rescatado del olvido. Cuando Enrique Pezzoni supo de esa traducción, abandonó la que él estaba realizando. “Si he privado al mundo de una traducción de Pezzoni, merezco un castigo ejemplar”, dijo zumbonamente cuando se enteró de la coincidencia de traductores alrededor de ese pretexto de En busca del tiempo perdido.

11 En 1998 publicó su primera novela, El desierto y su semilla, que despertó un entusiasmo casi unánime. “El libro fue bien recibido, sí. Pero se leyó mucho lo autobiográfico y el sufrimiento no legitima la literatura. Lo que legitima la literatura es el texto”, aclaró Barón Biza al comienzo de la charla que mantuvo para Página/30 en 1999.
Barón Biza sabía que vivir en Córdoba lo convertía, por esos milagros inversos de la cultura argentina, en la que todo siempre puede funcionar mal (y así sucede), en un excéntrico. “El destino de Di Benedetto me aterroriza. Zama es una novela mucho mejor que Cien años de soledad, pero, ¿quién lo sabe? Eso de sobrevivirse a sí mismo en un estado de terror, totalmente desarmado... Lo que le hizo el país también fue muy cruel”, señaló, tomando el “caso” del mendocino como paradigma de la situación del escritor de provincias. Y, sin embargo, Barón Biza parece haber encontrado fuerzas suficientes para irrumpir en el estrecho territorio de la literatura argentina con una novela (más o menos autobiográfica) que tematiza la excentricidad. “Estoy tan apartado allá en Córdoba... que no sé... Muchos medios todavía no reseñaron El desierto y su semilla. No me ha llegado el éxito y estoy tan pobre como antes. A esa novela le falta entrar en ciertos medios para oficializarse.”

10 La excentricidad de El desierto y su semilla y de su autor no es sólo geográfica (Barón Biza no se refugiaba en las confortables mieles del localismo literario) sino, sobre todo, familiar o, lo que es decir lo mismo, siniestra. Esa siniestra excentricidad es lo que hace de la novela un raro ejemplar en el panorama de las letras argentinas, tan dominadas por la mercadotecnia y la tilinguería. “El libro es profundamente existencial”, puntualizó Barón Biza sin la menor sombra de pudor. Una apuesta semejante por la verdad pura de la vida no puede leerse sin un mínimo de escándalo. ¿Pero es que acaso hay otra relación que importe con la literatura? ¿Acaso la necesidad de escribir (la necesidad de la novela) no se mide por esa manía típica de considerar la propia vida, la propia historia, la propia familia como un mero pretexto para la novela?

9 El nombre Barón Biza tiene en la mitología cordobesa un lugar de privilegio. Alta Gracia es una de las localidades serranas más próximas a la capital provincial, alejada –sin embargo– de los ejes de desarrollo urbanístico y turístico de los últimos años. El camino que une Córdoba y Alta Gracia es una ruta tranquila, rural, casi vacía de pormenores. No esdifícil aburrirse en ese trayecto. A mitad de camino, en medio de la nada del campo cordobés, justo antes de que el terreno se convierta en sierra, hay un obelisco extraño, altísimo y solitario. Es un monumento con forma de ala que conmemora la muerte de Myriam Steford, una de las primeras mujeres piloto que tuvo la Argentina. Allí cayó su avión y allí su viudo, Raúl Barón Biza, padre de Jorge, levantó esa pieza de excentricidad fúnebre donde –se dice– están guardadas las fabulosas joyas de la aviadora.
El aeroplano se estrelló en una de las estancias de la familia Barón Biza, dueña de una fortuna que, con el tiempo, se ha extinguido por completo. “Nadie me cree cuando digo que no tengo un mango”, decía Jorge a quien quisiera oírlo. Uno de los mayores talentos de su padre fue dilapidar la fortuna familiar. Muchos años después, Barón Biza padre, enloquecido de terror (enfurecido de amor), arrojó sobre la cara de su segunda mujer, Clotilde Sabattini (hija de Amadeo Sabattini, gobernador radical de finales de la década de 1930, presidenta del Consejo Nacional de Educación, responsable de la sanción del primer Estatuto del Docente), la madre de Jorge, un vaso de vitriolo que le destruyó la cara. Al día siguiente se pegó un tiro.

8 Los dos hechos –el avión estrellado y su monumento conmemorativo, y la destrucción del rostro de la mujer amada– a veces se confunden y se mezclan en la tradición oral cordobesa, pero en todo caso ocupan un lugar central en las historias que la provincia tiene para mostrar al mundo. Y es sobre todo esa excentricidad familiar la que Jorge Barón Biza puso por escrito en El desierto y su semilla.
La novela comienza con el rostro carcomido de la madre rumbo al hospital. A su lado, el narrador (que durante las primeras páginas oculta y niega ser su hijo). Todo el relato cuenta el proceso (lento y doloroso) de reconstrucción de ese rostro sin el cual ninguna identidad es posible. Ni la de la madre ni la del hijo (aunque toda la obra –periodística y literaria– de Jorge está puesta bajo el nombre Barón Biza, firmaba sus cartas como Jorge Barón Sabattini).
La cura lleva a ambos a Milán, donde durante muchos meses Eligia (la madre) es sometida a remociones de carne muerta, tratamientos quirúrgicos, implantes. Mientras tanto, Mario Gageac (el hijo) peregrina por una ciudad inhospitalaria, conoce gente, recuerda a Arón, su padre, trata de explicar lo que ha sucedido, su propia historia.

7 Ésa es la materia con la que está hecha El desierto y su semilla, y la sola crudeza anecdótica espanta a muchos lectores. Pero Barón Biza ya lo ha dicho: la literatura es otra cosa diferente del dolor. Es precisamente el instante en el cual el dolor debe cesar para transformarse en otra cosa. Es el trabajo para darle al dolor existencial una cualidad diferente: la exactitud, la precisión, la distancia de la escritura. El texto, podría decirse, ironiza bastante sobre la relación entre la biografía y la novela. “No sé si es ironía, pero sí una distancia necesaria para que el narrador sobreviva en medio de lo que le está pasando”. Se trata, en la perspectiva de Barón Biza, de encontrar los artificios necesarios para sostener una conciencia narrativa que de otro modo resultaría aniquilada (cómo podría ser de otro modo) por la catástrofe familiar (tal como, ahora, parece deducirse de su último y desesperado acto). Para que la novela sobreviva, para que el narrador sobreviva, para que su autor sea reconocido como un novelista, debía haber algo del orden del distanciamiento. “Yo no tengo fuerza suficiente para ser irónico, no hay tantas seguridades en mí. Lo que hay es un deseo de causar esa sonrisa típica de la toma de conciencia. Esa distancia sí se me hizo necesaria.” Es por eso que en El desierto y su semilla hay muchas páginasparódicas. “El habla de los médicos es una parodia del médico de La montaña mágica de Thomas Mann, por supuesto”, reconoció.

6 Por supuesto, la historia de la carne del rostro de la madre se dispara inmediatamente (como sucede en la buena literatura) hacia zonas lejanas donde el sentido se completa. “Algunos lectores europeos vieron ciertas cosas. Por ejemplo, el paralelismo entre la corrosión de la carne y la corrupción de ciertas ideologías del sesenta en adelante.” Es por eso que El desierto y su semilla insiste obsesivamente en la parodia de hablas contemporáneas. Fue casual, pero no por eso carece de sentido, que la cura en la ciudad de Milán sucediera en un sanatorio que está a menos de dos kilómetros del cementerio donde se ocultaba el cadáver momificado de Eva Perón. “Por un lado, el cuerpo perfecto, por el otro, el cuerpo deshecho. Mi madre estaba en un estado de profunda desintimidad, abierta, expuesta, tratando de armarse.” Jorge Barón Biza esperaba que, en su novela, se pudiera leer esa función de la carne en la política de la época.

5 Tratándose de manera casi excluyente de la madre, el padre y el hijo no se puede sino recordar la trinidad edípica. “La presencia de la Madre en la literatura argentina está dominada por una campana de cristal. La Madre es siempre inmaculada. Yo rompí con la tradición (popular, medieval) de la Madre en una campana de cristal y puse a la Madre en el espacio del dolor.” El desierto y su semilla invierte el relato de un Edipo que se arranca los ojos al saber que ha asesinado a su padre y ha copulado con su madre. En la novela, es Arón, el padre, el que quiere cegar a la madre y por eso le arroja ácido en la cara. “La novela es totalmente antipsicoanalítica. El protagonista no sabe llegar a la madre con su sexualidad. Por eso pierde su sexualidad y, junto con ella, se van desarmando sus ideas sobre arte, belleza, etcétera.”

4 Una de las hipótesis más persistentes en la novela de este siglo es la imposibilidad de una lengua literaria (o, si se prefiere, hasta de un “estilo literario”). Esa imposibilidad se verifica como obsesión en Joyce, en Beckett. En la literatura argentina, aunque de manera inconsciente, Arlt es un pionero de la repugnancia a la lengua literaria, la misma repugnancia que brillará en las novelas de Manuel Puig o de Copi, por ejemplo.
Esa imposibilidad de una lengua literaria aparece en El desierto y su semilla en un cuidadoso trabajo sobre el habla de los personajes que contamina la voz narrativa. Por un lado, un uso del cocoliche desconocido en la literatura argentina, salvo breves destellos en las ficciones de Fogwill (“Muchacha punk”). “Casi todo el libro está escrito en cocoliche. El cocoliche nos ha llegado a través de la escenificación paródica hecha por autores que pueden ser geniales, pero que descalifican al cocoliche a través de un marco de lenguaje correcto. Ya en el Martín Fierro se lee una burla del habla titubeante del ‘papolitano’. En el criollismo se trata de acallar esas voces inmigrantes. Es por eso que no se conservan fragmentos largos de escritura cocoliche. Y es una pena, porque el cocoliche es una de las prácticas lingüísticas más imaginativas, porque trabaja con un doble código, superpone dos lenguas. Eso elimina la idea misma de error gramatical. El cocoliche es una pura intensidad, el lenguaje tiene una enorme carga existencial. Todo lo que se puede decir viene de un diálogo entre el saber y el no saber (otra lengua).”

3 Barón Biza entendió que el tratamiento del cocoliche era un tema vacante en la literatura argentina. Es por eso que su novela se enrarece sintácticamente y ese enrarecimiento es la garantía del trabajo literario. “Me interesaba el cocoliche porque por un lado me permitía dejar una señallingüística de que los personajes están hablando en otro idioma. Siempre es un problema difícil de resolver en la literatura argentina.” Julio Cortázar, es célebre, lo resolvía mechando en sus textos palabras sueltas en francés. Barón Biza evitó la juxtaposición de palabras que vienen de dos lenguas diferentes. “Una juxtaposición sintáctica, completamente aproximativa, eso es lo que me interesaba conseguir.”
Por otro lado, razona Barón Biza, ésa es una de las características de la literatura argentina, que es siempre “un tránsito hacia un exilio”. Hay dos cocoliches, teorizaba Barón Biza, inventándose una genealogía: uno de reflujo y de aflujo, pensando en Rodolfo Wilcock y su tránsito hacia el italiano, o en Héctor Bianciotti y Copi y sus tránsitos hacia el francés. “En general se niega ese derecho al tránsito. En el sainete, los hijos acriollados tratan a los padres cocolicheros con gran dureza. El drama del cocolichero es que se enfrenta con una doble exigencia: por un lado, los puristas, que ven aterrados que lo que llega con la inmigración es un napolitano con tierra en las orejas y un libro de Bakunin bajo el brazo; por otro lado, el lunfardo: un uso carcelario (en todo caso, cerrado) de la lengua.”

2 La imposibilidad de la lengua literaria alcanza una tensión utópica en uno de los momentos clave de El desierto y su semilla. Hay un acto político al que asiste Eligia, ya restablecida. En ese acto escucha las palabras de una vieja, escucha su fervor peronista. Lo que entiende es que ella jamás podrá comprender a esa mujer y a los que son y piensan y sienten como esa mujer, y que por lo tanto su carrera política carece de sentido. Como su marido y verdugo, Eligia se suicida. “Esa vieja es uno de los pocos personajes plenos que hay en la novela, uno de los pocos que no se están desintegrando.” Su habla es utópica porque mezcla los rasgos de las hablas provinciales argentinas. “La mujer no es litoraleña, ni chaqueña, ni nada: habla una suerte de pan-criollo que me resultó muy difícil construir. Traté de que hubiera ahí una lengua espontánea y verdadera, pero completamente inventada. Me costó horrores escribir esas páginas.” Para Barón Biza, ése era uno de los momentos de verdad de la novela, precisamente porque esa vieja (que “no representa a nadie”) desencadena el final, pero también porque en su monólogo se cifra el secreto de la lengua argentina, que es un puro eclecticismo, una tensión existencial, en todo caso, una utopía lingüística y política.

1 En esas articulaciones entre caras deshechas, carne muerta, restos de lenguaje y episodios familiares, la Argentina se descompone y es ese proceso de descomposición, sobre todo, lo que le importaba contar a Barón Biza en El desierto y su semilla. La novela fue reconocida por la crítica como uno de los grandes acontecimientos de la década del noventa. Barón Biza siguió escribiendo, pero no quería quedar pegado a la imagen trágica que la crítica pretendía construir a su alrededor. Quería publicar textos humorísticos, festivos, alegres. Algunos de esos textos, junto con sus periódicas noticias sobre la producción literaria de Córdoba, fueron publicados en Radarlibros. Esperemos que, ahora, algún editor inteligente se preocupe por recopilar esa obra dispersa y necesaria. A sus amigos y compañeros de trabajo sólo nos quedará extrañarlo.

0 “Me formé en colegios, bares, redacciones, manicomios y museos de Buenos Aires, Friburgo del Sarine, Rosario, Villa María, La Falda, Montevideo, Milán y Nueva York. Empecé a escribir muy tarde. Tal vez porque temía que me confundieran con mi padre, él mismo un escritor notable. Ahora tengo un cierto apuro. Tengo 57 años y no gozo de buena salud”, decía en 1999. Dos años después, como su padre y, sobre todo, como su madre, decidió poner fin a su vida. El domingo pasado se dejó caer desde el piso 12 de un edificio del barrio Nueva Córdoba. Con él, murió su ficción.

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