Ensayista, sociólogo y profesor universitario, Eduardo Grüner es autor de los libros El ensayo: un género culpable, Las formas de la espada, El fin de las pequeñas historias, La oscuridad y las luces y una gran antología: Lo sólido en el aire: El eterno retorno de la crítica marxista, entre otros. Participó de revistas como Sitio, Cinégrafo, Conjetural, Confines, El cielo por asalto y El Rodaballo, y su obra ha sido reconocida por diversas instituciones. Además, participó de la Asamblea de Intelectuales en apoyo al Frente de Izquierda y los Trabajadores Su nuevo libro, La tentación del desastre, publicado por Red Editorial -acompañado de un posfacio de Celeste Medrano-, plantea una serie de discusiones desde autores de la antropología singulares y “heterodoxos” del siglo pasado, en una reflexión teórica y política que invita a pensar la situación/tentación de desastre actual, producida por el capitalismo, tan mundializado como autodestructivo y sin frenos a la vista.

¿Cómo surge la idea de La tentación del desastre? ¿Se puede decir que pretendés revisar y discutir -incluyendo a Freud- autores de la antropología y la “etnografía crítica”, para pensar temas como “el origen”, la cultura y el mito, “el Otro” y “la otredad”?

-Sí, claro, está todo eso, que son problemas interminables y probablemente insolubles. Lo que se llama el otro, la otredad, la diferencia, etcétera, son significantes que hoy están de moda, por así decir, y sobre los cuales pareciera que está todo dicho. Sin embargo, apenas uno los rasca un poco saltan las preguntas: ¿qué es, realmente, una diferencia? ¿quién es, realmente, el “otro”? Estas son preguntas que dibujan una frontera inestable, borrosa, entre la antropología y la filosofía. Quiero decir que los antropólogos, cuando se toman en serio esas preguntas, se precipitan en la filosofía sin quererlo o sin saberlo. Ahora bien, dados los tiempos que nos toca vivir, me interesaba abordar no solo los antropólogos que hacen filosofía en general, sino a los que hacen, para hablar rápido, una filosofía apocalíptica. Es decir, que explícita o implícitamente contemplan la hipótesis del fin de la humanidad, o al menos del fin de la cultura y la sociedad tal como las conocemos, y para los cuales por lo tanto humanidad, cultura, sociedad e historia están en situación de emergencia, atravesadas por un permanente e irresoluble conflicto, que puede ser llamado trágico. Como te decía, algunos son más explícitos: es el caso del italiano Ernesto de Martino, cuya monumental e inconclusa obra póstuma se titula, justamente, La fine del mondo. O es el caso de Lévi-Strauss, que en el curso de su debate con Sartre (al final de El pensamiento salvaje) formula su tan vituperada tesis sobre la disolución del Hombre en la química de sus circunvalaciones cerebrales, o algo así, dando el puntapié inicial para el muy francés debate sobre el “antihumanismo teórico”, en el cual van a intervenir Lacan, Foucault, Althusser y todo el llamado postestructuralismo. Más poético o metafórico es Michel Leiris, más iracundo y frontal es el cuasi-anarquista Pierre Clastres, más “objetivista” es Oscar Lewis, y así. Y se me ocurrió incluir al Freud “antropólogo”, el de Tótem y Tabú o El malestar en la cultura, que a su propio modo también aborda aquel conflicto trágico. Por otra parte, con la obvia excepción de los ya clásicos Freud y Lévi-Strauss, los otros autores tienen poca o nula presencia en nuestras bibliografías académicas (pensándolo bien, tampoco la tiene Freud fuera de las carreras de psicología), y me pareció que estaba bien “rescatarlos”, como se dice torpemente.

¿Cuál sería la relación entre antropología y política vía el desplazamiento por la filosofía, como planteás ahora y en el libro, en los aspectos más contemporáneos como lo urbano, lo migratorio, lo mediático?

-Me parece que no se puede suponer una relación genérica o recurrente entre antropología y política. Cada época, cada sociedad, cada colectivo social construye la suya, sin saberlo, en tanto las políticas anudan de diversas maneras lo que se suele llamar el “lazo social”. Pero puede suceder que ciertas problemáticas, sin repetirse, insistan. Desde ya, la localización de esa insistencia es una función singular de la lectura que uno hace. Los autores que tomo en el libro no son exactamente contemporáneos: sus obras son anteriores al teléfono celular y a las redes sociales. Pero lo que los vuelve extrañamente actuales es la lectura que hacemos hoy, cuando el sistema cerrado, claustrofóbico, del Capital mundializado, ha vuelto perfectamente plausible la extinción de la humanidad, o por lo menos la caída en la barbarie. No digo el retorno a la barbarie, porque siempre, desde que existe la humanidad, ha habido alguna clase de “civilización”, que no puede ser juzgada por los solos parámetros occidentales y europeos. Así que hoy no se trata de “recaer” en nada, sino del peligro de caer en el vacío definitivo. No vamos a hacer el largo listado que todos conocemos: la destrucción de la naturaleza, las guerras “inventadas” por doquier, las formas de superexplotación, los inmigrantes ahogados de a miles en el Mediterráneo, las pestes, el ensanchamiento brutal de la brecha entre riqueza y pobreza, las nuevas formas de racismo, sexismo, clasismo, el crecimiento de los neofascismos, y siguen las firmas. Es verdad que Borges decía que todos los tiempos fueron malos para los hombres y mujeres a los que les tocó vivirlos. Pero da la impresión de que estos tiempos no son solo malos, sino los tiempos del Mal como tal. Y no todo es por mera contingencia. Cuando se dice que “el mundo está loco”, hay que entender que, como hubiera dicho un personaje de Hamlet, hay método en esa locura. Ese método es la lógica de aquel Capital mundializado que decíamos, que consiste en la reproducción ad infinitum de sí mismo, cueste lo que cueste, e incluyendo la reproducción cada vez más ampliada de sus células cancerosas, hasta el punto de la autodestrucción, lo cual significa, claro, la destrucción de todos y todas quienes vivimos forzosamente adentro del Capital, puesto que hoy no hay un afuera. No es irresponsabilidad ni inconsciencia: como reza una famosa frase, “ellos saben bien lo que hacen, pero igual lo hacen”; como el doctor Frankenstein, no pueden detener al monstruo que han creado. Todo esto es, como decíamos, lo que vuelve sorpresivamente actuales a nuestros autores: contemplar la posibilidad del fin del mundo humano ya no es una alegoría o una metáfora. La relación entre antropología y política, en estas condiciones, abre la pregunta dramática y urgente por qué nuevo y radicalmente diferente “lazo social” podrá ayudar a sortear la tentación del desastre. Puede ser que ya sea tarde, que ya no tengamos tiempo. Pero ello no puede ser una excusa para desentendernos de la obligación de intentarlo, interrogando críticamente a la realidad como lo hacen los autores de marras.

¿Cómo ves la situación política actual, pensando en el fenómeno del gobierno nacional “liberal” que además se reivindica libertario? ¿Surgiría, a partir de tu libro, el planteo o la posibilidad de un “humanismo crítico” para oponerle?

-Con todos los rasgos histórica y socialmente particulares que correspondan, nuestra situación nacional está marcada por el contexto global que describíamos, y quizá agravada por un funcionamiento del Capital particularmente brutal, como suele ocurrir en las sociedades mal llamadas “periféricas”. Lo que se ve hoy en nuestro país es una degradación extrema, una verdadera descomposición social, cultural y política. Están, por supuesto, el crecimiento exponencial de la pobreza, la indigencia, la desocupación. Pero está, además, el crecimiento de la ignorancia, la hostilidad cotidiana, la indiferencia, la “guerra de todos contra todos”. Pareciera que estamos ante una crisis casi terminal de nuestra cultura (otra vez apelo a la pertinencia de nuestros autores), sin que aparezca un proyecto alternativo, al menos con suficiente llegada a las masas populares. Para volver a la tan socorrida idea de Gramsci, es en el vacío entre lo que no termina de morir y lo que no se decide a nacer que aparecen los peores monstruos. El “humanismo crítico”, si existe tal cosa, empieza por tomar nota de la catástrofe. Y quiero ser claro en esto: como aborrezco la corrección política y desconfío del progresismo biempensante, no pienso disculpar ni “comprender” a quienes votaron lo que votaron: también sabían lo que hacían, e igual lo hicieron. En el mejor de los casos son el síntoma patológico de la descomposición que mencionábamos.

¿Tenés un diagnóstico, o una calificación, para caracterizar la coyuntura?

-Se habla de “neoliberalismo”, de “fascismo”, de un capitalismo de la “crueldad”, etcétera. Después de mucho discutir la cuestión con amigos y amigas, me decido por una categoría de uno de mis autores: lo Siniestro, traducción muy imperfecta del concepto de Unheimliche de Freud, que entre otras cosas alude a aquello “familiar”, naturalizado o normalizado, que de pronto, sin dejar de ser eso, al mismo tiempo se vuelve horroroso, ominoso, amenazante. En eso se ha transformado nuestra democracia. No hablo de una generalidad, aunque por cierto el resto del mundo occidental no va mejor sino de la nuestra, la que recuperamos en 1984. ¡Simbólica fecha, si recordamos a Orwell!: la que, por fortuna, y por la lucha de mucha gente, recuperamos en esa fecha, pero a la que ya en esa fecha algunos denominaron “democracia de la derrota”, refiriéndose no solo a Malvinas sino a la derrota de los proyectos emancipatorios. Y ahora sabemos por qué se la llamó así. Y asimismo ahora sabemos por qué, ya en esa época, León Rozitchner nos advertía que, si bien nos habíamos desembarazado de una dictadura genocida, iba a ser mucho más difícil desprendernos del Terror que sigue habitando nuestros cuerpos.

Te pido, por último, una valoración y un recuerdo de Noé Jitrik, a quien le dedicaste este libro, a su memoria.

-Acabo de nombrar a Rozitchner, ahora podría nombrar a Ramón Alcalde, y, desde ya a Noé Jitrik, que falleció cuando yo estaba en proceso de armar este libro, de ahí la dedicatoria. Fueron maestros (casualmente todos pertenecientes al mítico grupo Contorno) que, para mi inmensa suerte, devinieron en amigos. Hay otros y otras con los que afortunadamente puedo seguir discutiendo hoy. Noé fue un erudito y un pensador crítico que practicó casi todos los géneros literarios existentes, fue narrador, poeta, ensayista, y -algo que yo le envidiaba- un extraordinario, cálido, entusiasta e inteligente conversador, que nunca perdía el humor y con el cual me hubiera encantado discutir este libro. Vaya para él mi cariñoso recuerdo en estos tiempos brumosos, así como un abrazo para su compañera de vida, Tununa Mercado.

Un fragmento de La tentación del desastre, de Eduardo Grüner

La mayor parte de la antropología, o en general de las ciencias “humanas”, no siempre ha estado atenta a esta tentación de la catástrofe cotidiana, vecina, que nos asalta sin cesar, y cada vez más, en el mundo presente. Lo mismo puede decirse de las filosofías postestructuralistas, o del pensamiento postcolonial (o decolonial, o descolonial, como se lo llama entre nosotros): sus desarrollos teóricos son ciertamente irrenunciables, pero sucede a menudo que en ellos la famosa “Alteridad” sea una especie de abstracción exótica, buena para pensar críticamente, pero menos para tocar, oler, degustar.

Pasolini, a quien nombramos un par de veces al pasar, hizo mejor antropología, o “descolonialidad”, cuando sostuvo que (lo que entonces se llamaba) Tercer Mundo empezaba en las afueras de Roma, en los borgate subproletarios de la gran capital. Si no hubiera sido un exceso de desmedida ambición, que nos hubiera llevado demasiado lejos en este texto, perfectamente lo podríamos haber incluido como antropólogo apocalíptico. Pocos intelectuales del siglo XX ahondaron tan descarnadamente (desde la poesía, la narrativa, el cine, la dramaturgia, la ensayística, la teoría semiótica), ya desde el principio de los años 60, en la gigantesca crisis de la presencia en la que estaba entrando el mundo: un mundo del cual se puede decir, en cierto sentido, que todo él era “tercero”.

No es necesario subrayar que, desde entonces, el estado de emergencia se ha vuelto nuestro modo de ser “siniestro-familiar”. En los años 60, al menos, eclosionaba un global imaginario de revolución que ponía en jaque lo que el propio Pasolini cuestionaba como el gran genocidio cultural emprendido por el neocapitalismo. Hoy -y sin menospreciar los a veces heroico focos localizados de resistencia que florecen por doquier- los pueblos no parecen estar en condiciones de generar alguna nueva “primavera” mundializada. Lo que el horizonte inmediato ofrece, más bien, es un aquelarre de crisis permanente, de degradación abyecta de la cultura, del lenguaje, de la política, de carnavalesco oscurantismo de los neofascismos, de pseudo “democracias” irrelevantes, casi absolutamente inermes o paralizadas ante el peso del poder económico-financiero que alegremente conduce al planeta a su propia destrucción.

Frente a este panorama, los autores que hemos revisado en este pequeño libro -todos los cuales hace ya mucho que no están entre nosotros- tienen quizá un rol pionero en sus advertencias y convocatorias a un poco de humildad respecto de nuestras ensoñaciones de soberbio “antropocentrismo” como si dijeran: No, señores, el universo es mucho más que el ombligo productivista, economicista, consumista, fetichista del poder, fascinado por el empobrecedor andamiaje tecnológico, de la mediocre humanidad que hemos llegado a ser. Ya lo decía Hamlet: “Hay muchas más cosas entre el cielo y la tierra de la que tu ciencia es capaz de abarcar”. Es, sí, el llamado a la sobriedad que veíamos en Lévi-Strauss, y que en su momento significó posiblemente el puntapié inicial para ese anti-humanismo teórico con el que alguien como el marxista Althusser logró, al menos por un tiempo, escandalizar al progresismo biempensante de ciertas izquierdas “políticamente correctísimas”.

 

Se puede pensar que el pensamiento posterior fue demasiado lejos en esa dirección, y que hoy, sumergidos en la catástrofe, nos haría buena falta alguna nueva clase de humanismo crítico que nos permitiera pensar también alguna nueva clase de “salida”, o de freno de mano para el tren de la historia que conduce al apocalipsis. De acuerdo. Pero, de nuevo: hay que recordar que las teologías políticas revolucionarias de un Ernst Bloch, un Walter Benjamin o un Jacob Taubes levantaban su voz mesiánico-apocalíptica en aquellos tiempos en los que los fascismos reinantes sí se encontraban, todavía, con el otro “campo”, el de los impulsos revolucionarios. Nuestra actualidad carece -y tal vez sea la mayor tragedia de nuestro tiempo- de semejante “Alteridad”. De manera que no estaría mal que supiéramos escuchar aquella demanda de sobriedad reflexiva (reflexión que en modo alguno tiene por qué frenar la iracundia, como en el caso de Pierre Clastres) que invocan nuestros antropólogos-filósofos.