Viernes, 11 de abril de 2008 | Hoy
Por Ernesto Semán
Los países que exportan productos alimenticios enfrentan en estos días una misma disyuntiva a lo largo y ancho del planeta: imponer límites a sus ventas al exterior y resistir el enojo de sus grupos propietarios, o liberar el sector externo y enfrentar las protestas de los sectores populares por el encarecimiento acelerado de los alimentos, el famoso fenómeno de la agflación.
En un país como la Argentina, donde la inflación y las protestas sociales decoraron la caída de dos presidentes y la inflación ayudó a consolidar procesos regresivos de distribución del ingreso, no cabe duda de qué tiene que hacer cualquier gobierno que no sea suicida.
En las últimas semanas, en la Argentina se organizó un lockout contra el anuncio de retenciones móviles, una protesta que contó hasta con el apoyo de algunos de los beneficiarios de la medida que los indignaba, como grupos de las clases medias urbanas. En el mismo momento, en otras partes del mundo, el traslado directo del precio internacional de los productos primarios al mercado interno provocó una ola de levantamientos en protesta por la inflación: en Haití (un importador neto) las protestas dejaron cuatro muertos. En el último mes, las protestas en Egipto, Costa de Marfil, Mauritania, Mozambique, Senegal, Uzbekistán, Yemen, Bolivia e Indonesia tuvieron el denominador común de reclamar una baja en el precio de los alimentos. En Camerún, la represión a las marchas contra los aumentos de precios costó cuarenta vidas.
La “escasez” de arroz es sin duda uno de los ejemplos más perversos de este proceso: la producción exportable llega a Europa y Estados Unidos a precios altos que aún pueden ser absorbidos por esos mercados, pero en los supermercados de los países productores el mismo precio deja las góndolas llenas de paquetes de arroz y a los potenciales consumidores con sus carritos vacíos.
La ONU advierte que la pobreza generada por el aumento del precio de los alimentos puede generar una crisis política global. El titular del Banco Mundial, Robert Zoellick –insospechado de todo progresismo, mucho menos de kirchernismo alguno– dice que el resultado inmediato es un aumento de la pobreza urbana como no se ve desde hace décadas. A Zoellick (y a muchos otros) le preocupa lo que parece ser un hecho consumado: en muy poco tiempo, a los países desarrollados se les puede acabar el maná milagroso de los alimentos baratos, como hace un tiempo ocurrió con el petróleo.
Para contener la inflación provocada por el aumento del precio internacional de sus productos, China, Vietnam, India, Camboya y Pakistán optaron por lo mismo que el gobierno en Buenos Aires: aplicar retenciones a las exportaciones y recortar (o suspender por completo) las ventas al exterior de algunos productos como arroz y café, para aumentar la oferta interna y contener la inflación. Todo esto sin haber llamado a Cristina Fernández ni a Martín Lousteau. Si uno es muy obstinado, puede suponer que lo único que les interesa a esos países es acumular dinero y aniquilar a sus productores para favorecer redes clientelares, que ninguno redistribuye, que el problema de la inflación no existe, o que sólo es consecuencia de que el kirchnerismo es malo y derrochón.
Con un poco menos de tozudez, a cualquiera le quedan claras dos cosas: 1) que el problema de la inflación es mundial, es urgente, avanza rápido, carcome las economías de los países exportadores de productos alimenticios y pone en tensión a sus sociedades y, 2) que las retenciones y límites a las exportaciones son dos de las pocas herramientas que el Estado tiene a mano para resistir el doble acecho de las ganancias de sus elites y las presiones del mercado global, una tenaza que oprime las entrepiernas de los gobiernos y la distribución interna de los recursos, el excedente y los alimentos.
Cuando se incluye en la foto la presión del mercado mundial –que tiende a igualar globalmente los precios internos de las economías– se descartan al menos tres de las ideas más obtusas que circulan en la Argentina, y que asumen como realidad las fantasías de café en las que inscriben el conflicto con el agro.
Una es que la “necesidad de recaudar” se saciaría si el Estado mejorara el cobro de, por ejemplo, el impuesto a las ganancias, algo que no ayudaría en nada a contener el precio de los productos alimenticios (lo cual no quita que, aparte, el Gobierno debería ser más eficaz en cobrar dicho impuesto).
La otra es que la voracidad por recaudar sólo sirve para “agrandar el Estado” y financiar “redes clientelares”, como si éstas no fueran, aun en su modo cuestionable, herramientas de redistribución del ingreso, y como si en Europa y Estados Unidos los beneficios del Estado de Bienestar los hubieran repartido San Pedro y San Pablo y no los funcionarios de turno a los que les tocó en suerte la tarea (lo cual no quita que el Gobierno debería avanzar hacia formas universales de garantizar el ingreso ciudadano).
Y la otra es que el lockout no habría existido si el Gobierno hubiera sido más preciso en el diseño de las retenciones y hubiera excluido a los pequeños productores, sobre la base de la idea ingenua y reaccionaria de que la distribución progresiva de ingresos es una cuestión de gerenciamiento y de que se pueden afectar los intereses de los productores agrarios y al mismo tiempo contar con su aplauso (lo cual no quita que el Gobierno podría hacer una lectura fina de la realidad social de ese sector productivo antes de darle forma definitiva a una medida).
En ese contexto, parece más que razonable la opción de aplicar las retenciones y, con otras medidas (subsidios a los combustibles, promoción de ciertos grupos industriales), tratar de contener una alianza social amplia aun a costa de moderar el efecto redistributivo. En verdad, el mayor riesgo para la Argentina es que, como un espectador marginal de la economía mundial, la presión de los precios internacionales se haga incontenible, el aumento del precio de los alimentos no pueda compensarse con los salarios, y el Gobierno pague al mismo tiempo los costos de las retenciones y los costos de la inflación, un panorama que afectaría mucho más que el futuro de una administración.
El Gobierno tiene una enorme cantidad de espacio para mejorar en cuanto al impacto de su gestión política y económica sobre la inflación. Pero aun si todas sus medidas fueran correctas, Moyano limitara las demandas salariales como la socialdemocracia de la posguerra y D’Elía adoptara los modales de Alberdi como le reclaman muchos espantados por la irrupción pública de la tensión social, aun después de todo eso, en el centro de la mesa seguiría estando el problema de la inflación y la necesidad de aplicar retenciones para evitar que el aumento de los precios internacionales impacte en la calidad de vida de los sectores populares.
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