Domingo, 7 de septiembre de 2008 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
El capitalismo del siglo XXI es necesariamente xenófobo. Las sociedades opulentas, las que ocupan la centralidad del sistema y a las que, por eso, llamamos sociedades centrales, no sólo pueden generar riqueza en sus territorios. Hay una impúdica fracción de este planeta que no pertenece al mundo de la vida civilizada, aquella que, al menos, asegura trabajo, educación y comida a sus habitantes. O no lo asegura o lo asegura insuficientemente. No digo esto desde el proyecto de otra sociedad que sí lo haría, pues ese proyecto, para fortalecimiento del actual, ha fracasado en el siglo XX y llevará tiempo levantar otro, que sea lo necesariamente sólido como para enfrentar a éste. Pero sociedades como Estados Unidos, Francia, Italia o Inglaterra –en suma: las sociedades de Occidente– no pueden proyectar un capitalismo de integración. Dejan de lado, aisladas, a las sociedades del hambre, de la pobreza. Cuyos habitantes invaden la centralidad. Así, son capaces de morir en el intento (y, en efecto, mueren), pero no dejarán de asaltar la centralidad, los países donde podrían trabajar, comer, vivir. El problema de la inmigración indeseada –como la llama Huntington en El choque de las civilizaciones– es el problema de Occidente. El Islam –para peor– experimenta una explosión demográfica. Los musulmanes emigran a Occidente. Los africanos también. Los mexicanos buscan la tierra de Bush. Contra los musulmanes, Europa se prepara duramente. No en vano han surgido los gobiernos de derecha dispuestos a ejercer esa dureza. La banlieue de París es un espacio de temor, de constante peligro, un espacio del que sólo puede esperarse, en el mejor de los casos, una inmediata explosión social, poblacional e invasora de la centralidad. Eso que vendría a constituir un Mayo musulmán, sin consignas deslumbrantes, con malos modales, poca educación y brutalidad rencorosa y justificada. En Italia temen la invasión africana. Temen al “indocumentado”. Al ilegal. De aquí la existencia de gobiernos como los de Berlusconi y Sarkozy. Ellos sabrán qué hacer. Carla Bruni, entre tanto, seduce a la Europa comme il faut.
El problema argentino –y latinoamericano– tiene semejanzas. Buenos Aires es una ciudad opulenta que ofrece trabajo a ciertas franjas de habitantes del conurbano. Pero a pocos. También teme ser invadida por ellos y abomina de la invasión de sus “hermanos latinoamericanos”, a los que detesta. Si bien la última rebelión social, el último movimiento invasor fue protagonizado por los ricos, superado ese problema, el del “campo”, vuelve el otro: el de la seguridad. Lo han instalado los medios porque para eso están, no sólo aquí sino en el mundo entero, para manejar la agenda. Y se ha podido instalar porque es un tema siempre sensible al porteño, personaje que sabe que habita un espacio de privilegio y exige que se lo cuiden. Macri no ha cumplido hasta ahora esas expectativas. Se ven demasiados “negros” por Buenos Aires. Demasiados “perucas”, “bolitas”, “brasucas”, “yoruguas” o “paraguas”. Aunque, es notorio, los “brasucas” vienen con buen dinero y se compran todo, conque se los tratará bien. Pero los otros (que llevan en la cara, además, ese color oscuro que da tan feo, como tierra, o como sucio) vienen a quitarnos lo nuestro. Aquí aparece la figura del xenófobo.
Hoy, como siempre, en la Argentina es muy fácil sentirse alguien, sentir que uno es algo más que un pelafustán asustado que vive en un país que es de otros. Basta con hablar pestes de los “bolitas” o de los “paraguas” para sentir que uno es dueño de la patria, ya que nos la vienen a robar. Sartre, en Reflexiones sobre la cuestión judía, afirmaba que cuando el antisemita dice que el judío “le roba Francia” siente que Francia es suya, que le pertenece. No hay modo más directo y simple para el antisemita francés que decir que el judío le está robando el país para, de inmediato, sentirse dueño de ese país, dueño de Francia, para sentirse encarnación de la patria, casi un símbolo de pureza y de poder. Pobre tipo. Pobres, también, todos los tipos que hoy, aquí, en la Argentina, andan cacareando contra los extranjeros. Sienten, de pronto, algo que hace mucho no sentían: que tienen una patria, un país que les pertenece. Que tienen un ser. Que valen algo. Que valen, al menos, más que los inmigrantes. Que son argentinos y que la Argentina es de ellos, ya que son los otros quienes se la vienen a robar.
Qué fácil les resulta reinventar la patria, reencontrarse con el orgullo, con cierto linaje. Qué fácil les resulta no sentir que son poco, infinitamente poco, sólo un número de una estadística que no conocen, que manejan otros. De pronto, son, otra vez, como en el Mundial, como en Malvinas, ¡argentinos! La patria los convoca. Nos están invadiendo. De todos los rincones de la América oscura y pobre vienen a quitarnos lo nuestro. Son ellos: son esos mestizos zarrapastrosos, ajados, descosidos, que se acumulan en nuestras oficinas de migración, o que abultan las villas miseria. Están llenos de codicia y de furia delictiva. Porque a alguna de esas dos cosas es que vienen: o a robarnos nuestros trabajos o a robarnos nuestro dinero. Si trabajan, le están quitando ese lugar a un compatriota (a uno de los nuestros) que lo necesita. Si roban, si delinquen, nos están agrediendo. Que nos asalte un compatriota vaya y pase; es, al cabo, una contingencia nacional, una cuestión de la patria que ya solucionaremos entre todos. Pero que nos asalte un extranjero es intolerable. ¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a agredir a uno de los nuestros, a uno de los dueños de la patria, a un argentino? Duro con él.
La xenofobia surge de creer que la patria nos pertenece sólo a nosotros y que el otro (el extranjero que quiere integrarse a ella) será siempre un sospechoso. Simplemente porque no nació aquí. Lleva la condena eterna en la sangre y en el alma: jamás será un argentino, jamás podrá amar la patria como nosotros la amamos. De aquí, en consecuencia, que será el primero en agredirla. En agredirnos. La xenofobia es una actitud humana cruel y abyecta. Siempre habrá xenófobos, es una de las más bajas pasiones de la condición humana. En la abundancia dirán que vienen a “disfrutar de lo nuestro”. En la escasez dirán que vienen a robárnoslo.
Hoy, entonces, pasado, por el momento, el vendaval del campo (que huele distinto del de la villa y la delincuencia) ha retornado el tema de la seguridad. Se lo deposita en el Otro inmigratorio. Pero también en el Otro nacional villero, porque la villa es el espacio de la delincuencia, el lugar desde el que se sale para sorprender a los ciudadanos honestos. Es así: así en todas partes. La derecha reacciona como sabe, como siempre lo hace: no da trabajo, reprime. La única arma contra la inseguridad es el trabajo, el salario digno. Pero el neoliberalismo, por su propia dinámica, crea una sociedad de ricos muy ricos y de pobres muy pobres. Los primeros piden al Estado que los proteja de los segundos, reprimiéndolos. En sociedades donde no hay trabajo para todos nunca habrá seguridad. Esto se sabe, pero no se puede hacer. Salvo que cambien el sistema. Algo que aún menos se puede hacer porque nadie querrá hacerlo. Seguirá todo así, en la virtualidad de la explosión social, de la invasión de los nuevos bárbaros, de la ira y del fuego. ¿Cuántos autos quemará la próxima invasión musulmana a París? Hitler ordenó incendiar esa bella ciudad. Hay una película muy célebre con ese nombre, basado en una pregunta que el mismísimo Führer habría hecho: ¿Arde París?. No ardió. Un sensible general alemán desobedeció la orden. Pero, ¿arderá París?
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