Lunes, 2 de febrero de 2009 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Este año se cumplen cuarenta de la muerte del dibujante Guillermo Divito. Fue en el invierno del ’69, en un accidente de autos, en Brasil. Tenía nada más que 57. La revista que fue su creación absoluta y con la cual siempre se lo identificó, Rico Tipo, apenas lo sobrevivió dos o tres años más. Y está bien que haya sido así: para los setenta el humor era otro, el país era otro, el mundo era otro. Sólo las minas seguían ahí, pero ya no estaba él para hacerles su homenaje en vivo y en dibujado.
Divito es, en la historia del riquísimo humor gráfico argentino, en muchos aspectos –basta comparar las firmas, nomás– la antítesis de Dante Quinterno, el talentoso y laborioso autor de Patoruzú, el fundador del imperio editorial subsecuente. O acaso sea su complemento, si se quiere. O mejor aún: su “otro yo”, para utilizar una expresión que define a su personaje emblemático: El Doctor Merengue. Esa me gusta más: imaginarme a Divito como el otro yo de Quinterno, el lado desfachatado del humorista conservador.
Porque cuando en 1944, con algo más de treinta años, Divito se va de Patoruzú –donde había creado, entre otras tiras y muchos humor unitario, a Oscar, dientes de leche, un sintomático tigre de aspecto feroz pero manso y juguetón– no es para hacer lo mismo y mejor sino para hacer otra cosa, lo que se supone “no podía hacer” –la leyenda habla de una discusión sobre la altura de las polleras femeninas– en el sistema del humor de Patoruzú. Divito en Rico Tipo hará lo que Quinterno no (se) permite. Y tendrá un éxito inmediato y enorme. Llegó a vender 350 mil (sic) ejemplares semanales.
Obturada por el régimen peronista la posibilidad del humor político –que no estaba, además, precisamente entre las inquietudes de Divito– el rasgo diferencial, la novedad de Rico Tipo, será la transgresión, la osadía. Un costumbrismo más zafado y grotesco. Es –en comparación con la otra competidora y con las tiras de la última página de La Razón– una revista picaresca, con dibujos y chistes no aptos para toda la familia sino escrita y dibujada en códigos de humor adulto y masculino. Dentro de las convenciones de la época, claro. Algo así como el teatro de revistas en que Adolfo Stray monologaba y Nélida Roca se paseaba con pocas plumas.
Urbana, además. Incluso absolutamente porteña y moderna (en tanto actual), en el registro de tipos, modas, decires y costumbres. No es casual que Calé –Buenos Aires en camiseta– y la dupla Oski-César Bruto hayan encontrado su domicilio creativo ahí. Y otros tantos. Pero será gracias al espíritu de Divito que hay en la revista cierta incorrecta o casi cínica desmesura que va más allá de la audacia para encarar/mencionar temas tabú. Rico Tipo será incisiva y reveladora desde el desprejuicio.
Porque más allá de la superficial osadía, el tema recurrente de Divito es –en realidad– otro: la apariencia, la dualidad, la oposición entre lo manifiesto y lo oculto o verdadero. De Santis y Romano, en distintos momentos y aproximaciones, lo han señalado mejor. Así, aunque el mecanismo casi único del humor de la época (de mediados de los cuarenta hasta los avanzados cincuenta) en las tiras de historietas autoconclusivas son los personajes con un rasgo dominante, fijo, que reaccionan una y otra vez según esa cualidad –de Avivato y Ramona a Bólido y Ventajita, entre decenas– y mientras los personajes de las tiras de Lino Palacio o de la revista de Quinterno son lo que parecen; los de Divito –excepto el simple y literal Bómbolo– en general, no lo son. Además, cuando hay un solo rasgo, es para casi celebrar la incorrección: la incontinente Pochita Morfoni, la siempre perversa Gracielita.
Por eso los más ricos personajes de Divito son otros. El freudiano Dr. Merengue –Quinterno sólo se había permitido, en El fantasma Benito, la espontaneidad transgresora puesta “afuera”– con su desaforado otro yo eternamente recubierto por capas y capas de formalidad; el despreciable Fallutelli, una auténtica basura moral, personaje abyecto, servil y emergente “necesario”, funcional a la economía del perverso universo cerrado moderno, la oficina. Y Fúlmine, el correcto bienintencionado que trae –con su sempiterno y agorero paraguas– la catástrofe.
Todo el fenómeno Divito –la revista, el humor, incluso la moda que propone y genera– se concentra casi simbólicamente en las Chicas, dibujadas y concebidas por y para el deseo. Las Chicas de –y no “por”– Divito, que así se las nombró siempre, son el símbolo y la marca de fábrica de Rico Tipo. En su cuadro semanal no hacen nada, simplemente están ahí, cada vez más monstruosamente estilizadas, altísimas y curvilíneas, maniquíes, pretextos para una moda fantástica que las desvista hasta donde se pueda. Siempre sonrientes, puro ojos, piernas interminables y cintura mínima, comentan desde el ocio y con despreocupada malicia las torpezas e ingenuidades de novios y pretendientes; ironizan con liviana ferocidad entre sí.
Descomunales, inaccesibles –para el hombre como conquista, para las mujeres como ideal–, huecas, frívolas y eternamente dominantes, conscientes o no de su poder absoluto, las mujeres/chicas de Divito no hacen nada, sólo se muestran para ser miradas y admiradas, como las modelos de hoy. No existen; son la fantasía masculina que combina la opulencia de formas con los lugares más comunes del “eterno femenino”.
El hedonismo aparatoso de Divito, la construcción de su propio y sonriente personaje público, esa voracidad atropellada de vida contrarreloj –-soltería empedernida, autos, pilchas, mujeres, la noche y los viajes– contrasta con el perfil laborioso, recatado, de Quinterno.
El éxito empresarial de Rico Tipo, el dinero y la fama, harán que también Divito, como el autor de Patoruzú, derive sus creaciones, conciba personajes y los entregue –sin dejar de firmarlos– a sus colaboradores. Pero Divito no aspira a fundar un imperio y devenir empresario de tiempo completo sino a disfrutar lo obtenido, y a su manera: morirá en el amado Brasil, volviendo de vacaciones y bien tostado, incrustando su Fiat rojo descapotable contra un camión. En su ley.
Lo mejor del velorio fueron los amigos y las chicas.
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