Jueves, 26 de noviembre de 2009 | Hoy
Por Juan Gelman
¿Qué, si no, puede decirse de una guerra en que los dos bandos se alimentan el uno al otro como si se propusieran eternizarla? Ocurre en Afganistán. Los camiones cargados con víveres, medicinas, municiones, armamentos et al para las tropas de EE.UU. llegan a sus bases custodiados por los talibán. Los talibán reciben fondos del Pentágono. No es una cortesía recíproca, es una necesidad y se resuelve gracias a la corrupción imperante.
“¿Qué se puede esperar de un sistema en que el gobierno de Kabul sólo paga a los señores de la guerra y a ellos les confía el reparto del dinero entre sus hombres? A veces no les dan nada.” Es el capitán británico Doug Beattie Mc quien formula esta preocupación (www.dailymail.co.uk, 6/11/09). Fue condecorado por su valor en el campo de batalla y conoce bien los entresijos de esa guerra. Otras comprobaciones de Beattie: los policías afganos carecen de preparación, tienen sueldos miserables, el 70 por ciento de ellos vive drogado y son de compra fácil para los talibán. El que ametralló a cinco soldados ingleses a comienzos de noviembre tenía contactos con aquéllos. La policía está infiltrada en todas partes y en todos los niveles.
Los talibán compran armas con el dinero de lo que venden, es decir, seguridad para los camiones con abastecimientos destinados a las tropas invasoras contra las que combaten. Los vehículos deben atravesar rutas escarpadas y, sobre todo, controladas por una guerrilla que, de hecho, domina casi todas las carreteras del país. Grupos de talibán emboscados atacan a los conductores y mercenarios que los escoltan con armas largas y lanzagranadas, impidiendo que las caravanas de camiones lleguen a destino sin daño. Los mandos militares estadounidenses han optado por cerrar los ojos y encargan a las empresas de seguridad que negocien el libre paso con los insurgentes a los que deben combatir. Como paradoja, nada deja que desear.
Una investigación del enviado especial Aram Roston, del matutino londinense The Guardian, revela que los talibán fijan sus tarifas según las rutas y según las cargas. Una caravana de diez camiones se paga a razón de 800 dólares por unidad y el paso sin dificultades está asegurado. El precio aumenta si transportan petróleo y/o vehículos resistentes a las minas que los talibán plantan en las carreteras, su arma más mortífera. Las agencias de seguridad son privadas y cada señor de la guerra es dueño de la propia: contactan y negocian con la guerrilla y a saber cuánto dinero del presupuesto de EE.UU. queda en sus bolsillos. Hecho el trato, los insurgentes brindan una escolta al convoy –una camioneta adelante, una atrás– para evitar que lo ataquen otros insurgentes, una indudable prueba de lealtad.
Roston indagó asimismo los casos de corrupción al más alto nivel. Ahmad Rateb Popal peleó contra la ocupación soviética y en 1988, un año antes de que las tropas de la URSS se retiraran, fue detenido en EE.UU. por gestionar la importación de heroína. Salió de prisión, volvió a Afganistán y estableció con su hermano Rashid el Grupo Watan, un gran consorcio de telecomunicaciones y logística que, sobre todo, proporciona seguridad al transporte de pertrechos para el ejército norteamericano. Rashid Popal fue a su vez juzgado en EE.UU. por posesión de heroína en 1996. Los hermanos se enriquecieron fabulosamente. Un pequeño detalle: son primos del presidente Karzai. El grupo controla un tramo estratégico de la carretera a Kandahar por el que deben pasar todos los camiones, tiene arreglos con el señor de la guerra de la zona y recoge dólares a cuatro manos.
Hamed Wardak es el ejecutivo principal de NCL, otra empresa autorizada a prestar servicios de seguridad. Joven y norteamericano de nacimiento, su padre casualmente es el general Rahim Wardak, actual ministro de Defensa. La NCL no tenía experiencia en la materia, pero a comienzos de este año fue elegida como una de las seis compañías encargadas de manejar la seguridad de los convoyes que transportan suministros a todas las bases estadounidenses, incluidos los puestos de vigilancia de las zonas más remotas del país. El Pentágono multiplicó por seis el valor de su contrato con la NCL, y el de los contratos con las otras cinco saltó abruptamente a 360 millones de dólares. La suma total de este negocio asciende a 2200 millones de dólares, un 5 por ciento del PBI anual de Afganistán.
Hay ejemplos históricos de ejércitos a los que el enemigo arma a su pesar. En la etapa final de su lucha contra Chiang Kai-Shek, el Ejército Rojo de Mao se apoderaba fácilmente de los arsenales de los nacionalistas en fuga y sus dirigentes declaraban que Harry Truman, el presidente norteamericano entonces, tenía la gentileza de pertrecharlos. Lo de Afganistán es otra cosa.
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