Miércoles, 3 de marzo de 2010 | Hoy
Por Ariel Dorfman *
Fue hace casi cincuenta años que me tocó mi primer terremoto, el que todavía me causa pesadillas.
Me encontraba, ese 22 de mayo de 1960, presenciando un partido de fútbol en el Estadio Nacional en Santiago de Chile cuando se oyó un ruido ensordecedor y, de pronto, así como así, desaparecieron las montañas. No exagero: el Estadio comenzó a mecerse como si fuera una cuna y se levantó un extremo en el aire, borrando de mis ojos la Cordillera de los Andes. Por suerte, apenas unos segundos después volvieron a aparecer las montañas y las graderías recobraran alguna mínima estabilidad. En la cancha algunos jugadores socarrones siguieron tratando de darle a la pelota y meter un gol avieso, pero ellos rebotaban más que el balón, así que el árbitro, de bruces en el suelo, dio por finalizado el encuentro deportivo. Era, qué no: acabábamos de pasar por una actividad sísmica de 9,6 en la escala Richter, la de mayor magnitud registrada hasta ese instante por los sismógrafos.
No tardamos en saber que el epicentro había sido unos seiscientos y tantos kilómetros al sur de Santiago y que la devastación era masiva. Tal vez peor que la convulsión de la tierra misma, que había arrasado con pueblos enteros, inmolando a miles de inocentes, fue la marejada que barrió nuestra costa. Viajé a esa región unos meses después y vi con mis propios ojos los mástiles de navíos hundidos en el río Valdivia a una larga distancia del mar y los restos de los colosales altos hornos de Corral, que en vez de fundir metales ahora mostraban sus torsos agobiados por las aguas invasoras. Y supe también del sufrimiento y el terror. De boca de los sobrevivientes, escuché de hombres, mujeres, pequeños que, huyendo hacia los cerros, habían sido succionados por el tsunami mar adentro como si fuesen retazos de madera.
Todo esto lo recuerdo ahora, décadas más tarde, mientras miro, esta vez desde lejos, esta vez desde la seguridad de mi hogar en los Estados Unidos, otro terremoto voraz que ha querido desbaratar mi país. Recuerdo lo que siempre hemos llamado el gran terremoto de 1960 como una manera de ofrecerme alguna perspectiva histórica sobre este último y nuevo sismo, a ver si esto me ayuda a descubrir algún posible sentido a lo que nos acaba de ocurrir.
Es obsceno comparar cataclismos como si fueran competidores en un concurso de horrores –este costó tantos billones, este otro tantas vidas– y, sin embargo, es posible que medir lo que ha cambiado en Chile durante el medio siglo que transcurre entre estos dos desastres mayores pueda contribuir a responder la pregunta más urgente del momento: ¿y ahora, qué va a pasar?
Chile es hoy un país significativamente más próspero de lo que era hace cincuenta años. Su economía se considera la más dinámica y avanzada de América latina, si bien sigue afligida por una desigualdad en la distribución del ingreso que es tan abismal como vergonzante. Esta relativa afluencia de Chile (con un PIB per cápita casi quince veces más que en 1960) nos deja mejor equipados para enfrentar la catástrofe actual, ya que tenemos recursos humanos y científicos que no podríamos ni haber soñado antaño, hasta el punto de que nuestra maravillosa presidenta saliente, Michelle Bachelet, inicialmente informó a la comunidad internacional que el país no iba a requerir asistencia extranjera (una posición que llegó a modificar, de manera que ya está empezando a llegar ayuda desde afuera). Paradójicamente, tales avances de Chile en su tecnología, su abundancia de bienes materiales, sus múltiples pasos a nivel, su enorme flota de aviones y autos, su plenitud de altos edificios, dejan al país y a sus ciudadanos extrañamente vulnerables y hasta desamparados. Mientras más carreteras se tiene, más fracturas puede sufrir el pavimento.
Y esta riqueza, por lo demás, no se ha acumulado sin severas consecuencias sociales y hasta morales. En 1960, una nación desmembrada logró aunarse para emprender juntos la tarea de la restauración. Yo me pasé las semanas después del terremoto ayudando a recoger dinero, víveres, frazadas, colchones, que fueron enviados al sur con caravanas de entusiastas estudiantes y voluntarios (entre ellos iba mi futura esposa, Angélica, que se pasó un mes reconstruyendo viviendas en el pueblo de Nacimiento). Fue una lección de solidaridad que nunca he olvidado: aquellos que menos poseían fueron los que más dieron, más se preocuparon, más se sacrificaron por sus compatriotas malheridos. Si Chile hoy es más opulento, también se ha vuelto una sociedad más egocéntrica e individualista donde, en vez de una visión de justicia social para todos, la ciudadanía se dedica, en su mayoría, a consumir en forma desenfrenada, lo que acarrea, por lo demás, un estrés y un deterioro psíquico considerable en la población.
Como todo infortunio descomunal, la tragedia reciente de Chile puede entenderse como una prueba, una oportunidad para preguntarnos quiénes somos de verdad, lo que de veras importa en cuanto vayamos llevando a cabo la reparación, no sólo de nuestros hospitales derribados y autorrutas cortadas y huesos molidos, sino también de nuestra precaria identidad.
Creo que las fuentes más profundas de solidaridad que presencié durante el terremoto de 1960 todavía se encuentran fluyendo adentro de la amplia mayoría de los chilenos, y han de constituir el semillero desde el cual van a brotar los esfuerzos más duraderos y relevantes para levantar a nuestro país de su actual desolación, el motivo por el cual habremos tal vez de prevalecer una vez más, como en tantas contingencias pasadas, contra las fuerzas ciegas y roncas de la naturaleza.
Hace cincuenta años, el pueblo de Chile halló un modo de sobrevivir a la muerte y al quebranto, y tengo la esperanza de que en esta ocasión triste también podremos, con dolor y con duelo y hasta, sí, con alegría, volver a llevar a cabo de nuevo aquella hazaña que nos necesita a todos.
* El último libro de Ariel Dorfman es la novela Americanos: Los pasos de Murieta.
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