Miércoles, 3 de agosto de 2011 | Hoy
Por Adrián Paenza
Bertrand Russell vivió 97 años: desde 1872 hasta 1970. Nació en Inglaterra como miembro de una familia muy rica y ligada con la realeza británica. Vivió una vida llena de matices, abogó en contra de la guerra, peleó contra la religión (cualquier manifestación de ella), estuvo preso en varias oportunidades, se casó cuatro veces (la última a los 80 años) y tuvo múltiples experiencias sexuales de las que siempre se manifestó orgulloso. Si bien fue uno de los grandes pensadores y matemáticos del siglo XX, ganó un Premio Nobel de Literatura en 1950. Fue profesor en Harvard, en Cambridge y en Berkeley.(1)
En fin: fue un tipo muy especial. Ahora bien, escapa al objetivo de estas líneas contar todos sus logros dentro del terreno de la lógica, que fueron determinantes para la evolución de esa rama de la ciencia. Pero, sin ninguna duda, uno de los capítulos más interesantes tiene que ver con su célebre paradoja de los conjuntos que no se contienen a sí mismos como elementos.
Le propongo que me siga con tres ejemplos.
Un barco sale lleno de marineros y se dirige en una misión que lo tendrá muchos días en alta mar. El capitán advierte, con disgusto, que algunos de los integrantes de la tripulación no se afeitan todos los días. Y como en el barco había un marinero/barbero, lo convoca a su camarote y le da la siguiente instrucción:
“Desde mañana, toda persona del barco que no se afeita a sí misma, la afeita usted. A los que prefieran afeitarse solos, no hay problemas. Usted ocúpese de los que no lo hacen. Es una orden”.
El barbero se retiró y, a la mañana siguiente, no bien se despertó (aún en su camarote) se dispuso a cumplir la orden del capitán. Pero antes, naturalmente, fue hasta el baño. Cuando se disponía a afeitarse, se dio cuenta de que no podía hacerlo, porque el capitán había sido muy claro: él sólo podía afeitar a los que no se afeitaban a sí mismos. O sea que en tanto que barbero, no podía intervenir en afeitarse. Debía dejarse la barba para no infringir la norma de sólo afeitar a los que no se afeitan a sí mismos. Pero, al mismo tiempo, advirtió que no podía dejarse crecer la barba porque, si no, incumpliría también otra parte de la orden del capitán, que le dijo que no permitiera que ningún integrante del barco no se afeitara. El, entonces, tenía que afeitarse.
Desesperado porque ni podía afeitarse (porque el capitán le dijo que sólo se ocupara de los que no se afeitaban a sí mismos) ni podía dejarse la barba (ya que el capitán no lo hubiera tolerado), el barbero decidió tirarse por la borda (o pedirle a alguien que lo afeite a él).
En una ciudad en donde las cosas erradas se pagaban caras, el rey decidió que una persona debía ser ejecutada. Y, para ello, decidieron ahorcarlo. Para darle un poco más de sabor, colocaron en dos plataformas dos horcas. A una la llamaron “el altar de la verdad” y a la otra, “el altar de la mentira”.
Cuando estuvieron frente al reo, le explicaron las reglas:
“Tendrás oportunidad de decir tus últimas palabras, como es de estilo. Según que lo que digas sea verdad o mentira, serás ejecutado en este altar (señalando el de la verdad) o en el otro. Es tu decisión”.
El preso pensó un rato y dijo que estaba listo para pronunciar sus últimas palabras. Se hizo silencio y todos se prepararon para escucharlo. Entonces dijo: “Ustedes me van a colgar en el altar de la mentira”.
“¿Es todo?”, le preguntaron.
“Sí”, respondió.
Los verdugos se acercaron a esta persona y se dispusieron a llevarla al altar de la mentira. Cuando lo tuvieron de ese lado, uno de ellos dijo:
“Un momento, por favor. No podemos colgarlo acá, porque si lo hiciéramos, sus últimas palabras habrían sido ciertas. Y para cumplir con las reglas, nosotros le dijimos que lo colgaríamos según la validez de sus últimas palabras. El dijo que ‘lo colgaríamos en el altar de la mentira’. Luego, allí no podemos colgarlo porque sus palabras serían ciertas”.
Otro de los que participaban arriesgó: “Claro. Corresponde que lo colguemos en el altar de la verdad”.
“Falso –gritó uno de atrás–. Si fuera así, lo estaríamos premiando, ya que sus últimas palabras fueron mentira. No lo podemos colgar en el altar de la verdad.”
Ciertamente confundidos, todos los que pensaban ejecutar al preso se trenzaron en una discusión eterna. El reo escapó y hoy escribe libros de lógica.
Seguramente, de todas las maneras de presentar la paradoja de Bertrand Russell, ésta es la más llamativa. Se pretende probar que Dios no existe, nada menos.
Pongámonos primero de acuerdo con lo que quiere decir Dios. Por definición, la existencia de Dios está igualada con la existencia de un ser todopoderoso. En la medida en que nosotros podamos probar que nada ni nadie puede ser omnipotente, entonces, nadie podrá adjudicarse el “ser Dios”.
Vamos a probar esto “por el absurdo”; o sea, vamos a suponer que el resultado es cierto y eso nos va a llevar a una contradicción.
Supongamos que Dios exista. Entonces, como hemos dicho, en tanto que Dios, debe ser todopoderoso. Lo que vamos a hacer es probar que no puede haber nadie todopoderoso. O lo que es lo mismo: no puede haber nadie que tenga todos los poderes.
Y hacemos así: si existiera alguien que tuviera todos los poderes, debería tener el poder de hacer piedras muy grandes. No le puede faltar este poder, porque, si no, ya demostraría que no es todopoderoso. Entonces, concluimos que tiene que tener el poder de hacer piedras muy grandes.
No sólo tiene que tener el poder de hacer piedras muy grandes, sino que tiene que ser capaz de hacer piedras que él no pueda mover....
No le puede faltar este poder (ni ningún otro, si vamos al caso). Luego, tiene que ser capaz de hacer piedras y que esas piedras sean muy grandes. Tan grandes que, eventualmente, él no las pueda mover.
Y ésta es la contradicción, porque si hay piedras que él no puede mover, eso significa que le falta un poder. Y si tales piedras no las puede hacer, eso significa que le falta ese poder.
En definitiva, cualquiera que pretenda ser todopoderoso adolecerá de un problema: o bien le falta el poder de hacer piedras tan grandes que él no pueda mover o bien existen piedras que él no puede mover.
De una u otra forma, no puede haber nadie todopoderoso (y eso era lo que queríamos probar).
Todo esto forma parte de lo que se conoce con el nombre de la Teoría de Conjuntos. En principio, un problema no trivial es dar una definición correcta de lo que es un conjunto. Si uno trata de hacerlo (y la/lo invito a que pruebe), termina usando algún sinónimo: una colección, un agrupamiento, un listado, etcétera.
Aunque no parezca posible y sea cual fuere la definición, los elementos de un conjunto pueden ser conjuntos también.(2)
Bertrand Russell se preguntó: “¿Puede un conjunto tenerse a sí mismo como elemento?”. Y se contestó: “Me parece que hay una clase de conjuntos que sí y otras que no”. Y se disparó una gran controversia sobre la que hay muchísimo material escrito.
Con todo, los tres ejemplos que figuran más arriba son manifestaciones de una misma pregunta (y lea la frase que sigue con cuidado hasta entender qué dice): ¿puede un conjunto –que tiene como elementos a los conjuntos que no se contienen a sí mismos– ser un elemento de sí mismo?
Así dicho, suena a un trabalenguas intelectual, pero es lo que se conoce con el nombre de Paradoja de Bertrand Russell.
Parece imposible de decidir: luego de muchos años, los científicos dedicados a la investigación en lógica se pusieron de acuerdo en establecer que cualquier conjunto que se tuviera a sí mismo como elemento no es un conjunto y de esa forma resolvieron (en apariencia) la discusión.(3)
En realidad, el problema quedó –por ahora– escondido “debajo de la alfombra”. Pero lo notable es que ejemplos como los que figuran más arriba continúan generando múltiples discusiones. Y aunque no lo parezca, una vez más, también es “hacer matemática”.
Notas:
(1) Hay una excelente biografía de Russell (The Life of Bertrand Russell, La vida de Bertrand Russell, publicada en 1976) en la que aparece una pintura perfecta de esta personalidad del siglo XX).
(2) Por ejemplo, un conjunto podría tener dos elementos: los números pares y los números impares. Como se advierte, cada miembro del conjunto es a su vez un conjunto en sí mismo.
(3) Aunque parezca antiintuitivo, Russell pensó también en conjuntos que sí se contienen a sí mismos como elementos. Por ejemplo: el conjunto de todos los objetos que no son cucharitas de té. Este conjunto es el que contiene cucharitas sí, pero no de té, pero también tenedores, jugadores de fútbol, pelotas, almohadas, aviones de distinto tipo, etc. Todo, menos cucharitas de té. Lo que queda claro es que este nuevo conjunto (el que consiste en todo lo que no sea una cucharita de té) ¡no es una cucharita de té! Y por lo tanto, como no es una cucharita de té, tiene que ser un elemento de sí mismo.
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