Lunes, 29 de agosto de 2011 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
El 29 de agosto de 1911 –hace hoy exactamente cien años–, el sorprendido sheriff Weber, de Oroville, en el norte de California, detuvo y retuvo, por si acaso, a un fantasma oscuro y desharrapado. El hombre –el indio, digamos–, salido o caído de la montaña, irrumpió en el poblado llevado por el hambre y la espantosa, prolongada soledad; acaso buscando más la muerte que el auxilio. No hablaba lengua alguna conocida. Era, y seguramente lo sabía –porque había visto morir, dos años atrás, a los últimos compañeros de su acorralada comunidad–, “el último de los yahis”, una tribu a la que se daba livianamente por extinguida por las enfermedades, el acoso y las sucesivas, habituales masacres.
No es casual que el lugar donde el fantasma apareció se llamase como aún se llama: la fiebre del oro de fines del XIX no se detuvo en el detalle de la existencia de incómodos, genuinos pobladores. Alguna vez, décadas atrás, los yahis habían sido 15 mil. Este individuo, se supuso, se etiquetó –con algo más de cincuenta años y sin aparente contacto alguno con los ominosos blancos–, era el que quedaba, el último “salvaje”. Y esta vez, en lugar de matarlo como solían, le pusieron Ishi y lo guardaron (mal), hasta que en cinco años se les murió. Esa es la historia del día.
Al igual que los onas o los mohicanos literariamente evocados, el postrer sobreviviente de los castigados yahis terminó siendo un (título de) libro. Porque también hace exactamente cincuenta años, en 1961, apareció Ishi in Two Worlds, un texto memorable y justamente famoso que escribió ya de grande la estudiosa Theodora Kroeber. Madre de un par de varones eminentes y de la notable narradora Ursula LeGuin, Theodora fue la segunda mujer del famoso antropólogo cultural norteamericano Alfred Kroeber, el científico que recogió al yahi final, lo vistió como al Ceferino de las fotos, y se lo llevó a vivir (sic) al Museo Antropológico de San Francisco, como objeto de estudio y de visita pública. El libro que Alfred –culposa, previsiblemente– nunca escribió sobre su indio exclusivo, lo escribió su viuda, que nunca lo conoció, usando sus notas, más testimonios e investigaciones realizadas durante décadas.
Después, y hasta ahora, vinieron muchos textos más. Ishi es un caso/lugar común a la hora de estudiar y analizar pormenores, logros y miserias de la antropología cultural pergeñada desde la estrecha cosmovisión occidental.
Con esta historia se han hecho las consabidas películas. Una en 1978, y otra para la tele, de 2001, que incluso ha ganado premios. The Last of his Tribu tiene como protagonistas a Jon Voight (Kroeber) y a Graham Greene (sic), actor indio canadiense en el papel de Ishi. Sin embargo, acaso el texto más revelador que haya generado la cuestión sea uno que dejó, como tantas otras cosas memorables, Thomas Merton. Su ensayo Ishi Means Man recuerda y subraya, con todas sus consecuencias ideológicas, el hecho de que, en lengua yahi, “Ishi”, el nombre con que el sobreviviente se definió, no es un nombre propio sino la palabra que se utiliza para decir “hombre”.
El penoso y tardío itinerario que llevó a Ishi de objeto –de masacre, de estudio en tanto “salvaje”– a sujeto de plena y sabia humanidad está reflejado en esa simple afirmación del siempre certero, sabio y sensible fraile de la trapa.
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