Lunes, 12 de marzo de 2012 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Acabo de leer una muy buena novela en que se utiliza la palabra deuda en una forma que es sin duda correcta, pero inusual. Tal vez, por eso mismo, reveladora. Porque deuda es –además de lo que creemos saber que es– el femenino singular de deudos. A la hija se le muere el padre y la/se convierte en deuda.
Es que, etimológica, latinamente, deudos son simplemente parientes. Pero, en el uso, sólo lo son –digamos– en estado latente: los parientes –en todas sus variantes, de padres e hijos a sobrinos y nietos– sólo se definen como genéricos deudos ante la muerte de otro pariente. Es una relación de reciprocidad en diferido: somos siempre parientes y cuando uno se muere transforma a los demás en deudos. Los deudos son más y menos que posibles o forzosos herederos. O acreedores. Se suele heredar la pena, el vacío también. O la culpa. Como si vivir fuera endeudarse –quedar siempre en deuda– y transferir la deuda culposa a los sobrevivientes. Se sabe, en metafórico y nunca inocente lenguaje popular: el vivo que se muere, deja el muerto. Y alguien tiene que levantarlo. Ahí está la trampa.
Así, es curioso (o no) cómo la terminología que nombra y describe la transición (¿transacción?) de la vida a la muerte, y todo lo que afectivamente genera, suele usar significantes extraídos, contaminados, corrompidos por la siempre capciosa economía. En todos los niveles. Las consabidas pérdidas, los deudos y deudas, el pagar con/malgastar una vida, que dejará o no un saldo. La muerte que pasa a cobrar lo que queda de ese capital que te dieron para gastar. Incluso espiritualmente, vivir es acumular (para el “otro lado”), y hay que cuidarse porque al fin de cuentas, si no perdonas tus deudas, el Supremo Acreedor no perdonará las tuyas. Todo mal.
La vida toda –que no es una cuenta de resultados, ni una inversión, ni un capital, ni un negocio, como propone este mundo al revés– queda sometida a la semántica del campo monetario. En el ejemplo que nos interesa, las pérdidas afectivas se supone que no son deudas; sin embargo, hay que –en nombre de la equívoca salud– asumirlas. No deja de ser una forma/fórmula equivalente a la de aquel perverso apotegma de honrar la deuda (se ha dicho y repetido), porque la única regla moral que parece digna de aplicación y respeto es la que tiene al sagrado dinero de por medio: el juego y los negocios (amorales por naturaleza) generan compromisos sagrados. ¿Son ésos los valores del mercado? No. Lo único que existe es un perverso mercado de valores. En baja, siempre en baja.
Y así, una vez economizado lo humano, para redondear la ecuación sólo falta “humanizar” la economía. Pero sólo desde el lenguaje, porque cada vez que alguien pretende desde el Estado soberano, aunque sea tímidamente, tocar, regular, supervisar, controlar los movimientos de los ladrones, se empieza a hablar –por ejemplo– de la “inquietud” de los mercados o de la necesidad del “salvataje” de las entidades financieras. Qué tramposos. Lo jodido es que el sistema está armado de tal manera, con una lógica tan perversa, que pareciera que no hay otra opción que navegar en el Titanic y en tercera, primeros para ahogarse y con muy pocos botes, todos para ellos. Habría que bajarse, claro. O por ahora estar atentos hasta que se pueda tomar otra cosa.
Mientras tanto, cuando en el lacrimoso aviso fúnebre de un banco, o en la participación en el llanto de alguna Bolsa especuladora justamente agujerada, descubras que al final dice “y demás deudos”, no preguntes quiénes son. Parafraseando a Hemingway, que citaba a John Donne: están hablando de mí, de vos, gil/gila, pedazo de deudo/deuda. Porque por ahora, y sólo por ahora, para estos impresentables defensores de la lógica financiera, todos los muertos son tuyos.
Nuestros, quiero decir.
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