Sábado, 24 de marzo de 2012 | Hoy
Por Hugo Soriani
El 24 de marzo de 1976, un grupo de presos políticos escucha que se abren las puertas del pabellón que los aloja. Hace un año y tres meses que están encerrados allí, desde diciembre de 1974.
Antes de llegar al penal fueron torturados durante semanas.
No tienen baño en sus celdas y deben cagar en una lata y mear en un frasco. No tienen recreos ni pueden hacer gimnasia. No pueden leer ni escribir. No pueden hablar con nadie. Son requisados y golpeados casi todos los días desde que llegaron al penal.
Comen sentados en el suelo, con las manos, la escasa y horrible comida que de vez en cuando les dan. Hace un año y tres meses que sólo pueden caminar tres pasos: uno, dos y tres, hasta que chocan contra la pared blanca del calabozo.
No reciben cartas, ni tampoco envían.
Son casi las once de la mañana del 24 de marzo de 1976 cuando escuchan que se abren las puertas del pabellón que los aloja. Desde el pasillo, la voz del joven oficial suena victoriosa.
“Las Fuerzas Armadas tomaron el poder, ahora sí que a ustedes se les acabó la joda.”
Es mayo del ’76 y en el chupadero de Rosario ya casi no hay lugar para ningún secuestrado más. Pero a la una de la mañana la patota entra con una mujer que no supera los quince años. La chica grita aterrorizada que no sabe nada y que no entiende nada de lo que está pasando.
La golpean, la desnudan y comienzan a torturarla. La picana recorre su cuerpo delgado que se arquea hasta quebrarse. No hay nombre que les pueda dar ni dirección que conozca. Por mucho que le pregunten, ella no puede responder .
Entonces empiezan a violarla, la colocan boca abajo en la cama elástica y la violan una y otra vez, entre nuevas preguntas y carcajadas.
Son las tres de la mañana y otra patrulla, con otra mujer, entra en el chupadero.
“Nos equivocamos –dice un oficial–, la montonera que buscábamos es ésta, a la chica hay que llevarla de nuevo a su casa”, ordena.
Pero los guardias se resisten, es de madrugada, están cansados y además la prisionera está destrozada por las torturas. Mañana, dicen, mañana la llevamos.
Pero el jefe no quiere esperar: “Dije ahora, carajo, la llevan a su casa ahora mismo. Por que si hay algo que yo no soporto, son las injusticias”.
El 12 de agosto de 1976, cuatro presos políticos son retirados de la cárcel de Córdoba por una patrulla militar al mando del teniente coronel Osvaldo César Quiroga.
Hugo Vaca Narvaja, Higinio Toranzo y los hermanos Gustavo y Eduardo De Breuil son sacados de sus celdas, esposados, vendados y tirados en el piso de un camión militar que emprende la marcha en mitad de la noche.
Son cuarenta minutos por caminos de tierra hasta que llegan al lugar elegido para fusilarlos.
Los bajan y disparan. Matan a Toranzo y a Vaca Narvaja. Ahora hay que elegir uno de estos dos: tiremos la moneda, propone el oficial. Y la tiran.
Al único sobreviviente, Eduardo De Breuil, le quitan la venda para que vea el cadáver de su hermano Gustavo y el de los otros dos compañeros fusilados.
“Te dejamos vivo para que vuelvas a la cárcel y cuentes lo que vamos a hacer con todos ustedes”, le dicen.
El padre Roselló es el capellán del penal de Rawson en agosto de 1978. Va y viene por los pabellones interrogando a los presos políticos como un guardiacárcel más.
Los presos, aun los creyentes, tratan de esquivarlo. Pero el cura es insistidor y decide celebrar misa para todos. Hay obligación de asistir. Judíos, cristianos, ateos, todos los presos tienen que escuchar su mensaje ecuménico.
“Queridos hermanos subversivos –empieza su homilía el sacerdote–, algunos de ustedes se quejan por el trato que reciben en esta cárcel, pero tienen que entender que están recibiendo el castigo que se merecen. Y esto es sólo el castigo impuesto por los hombres, aún les falta lo peor, amigos asesinos, aún les falta el que vendrá después, el terrible y justísimo castigo divino”, remata, esperanzador, el padre Roselló.
Termina el año ’81 y Jorge Toledo se suicida en la cárcel de Caseros. Homicidio, dicen sus compañeros, que durante meses vieron cómo Jorge se iba apagando de a poco.
Los médicos y psiquiatras que debían atenderlo fueron los verdugos que indujeron su suicidio. Le daban los medicamentos y de golpe se los cortaban, los guardias se ensañaron con él, los jefes del penal jamás atendieron los reclamos y los avisos que sus compañeros hacían a diario.
Hasta que Toledo dijo basta y se ahorcó en su celda. Con una sábana se ahorcó.
Esa noche, el Servicio Penitenciario decidió que la cena debía ser especial y sirvieron carne al horno con papas, un manjar al que los presos no estaban acostumbrados pero que ninguno pudo comer.
Tampoco pudieron dormir, por los parlantes del pabellón pasaron, a todo volumen, la marcha fúnebre hasta la mañana siguiente.
Es enero de 1980, y luego de la visita de la CIDH se aflojan las condiciones de detención en la cárcel de Rawson. Los presos políticos juegan su primer partido de fútbol en años.
El viejo Cambiasso, que ya no está para esos trotes, es el cronómetro que marcará los tiempos del partido. Mientras sus compañeros juegan, Cambiasso camina. El partido será lo que tarde el Viejo en dar 22 vueltas completas al patio de la cárcel. Ni un paso más.
Lo que no saben los presos es que los guardianes que los vigilan comienzan a hacer apuestas. Se juegan el sueldo entero a manos de uno u otro equipo. Y también el aguinaldo.
Van 20 vueltas de Cambiasso, que las anuncia a viva voz cuando las va completando. El partido va uno a uno y los agentes siguen jugando el dinero que no tienen.
Veintiuna vueltas.
El Negro Ponce de León levanta la cabeza y pone el pase exacto para que Julio Mogordoy saque un derechazo furibundo que se clava en el segundo palo y que le vuela también, limpita, la gorra a un guardiacárcel.
El Viejo Cambiasso grita su vuelta 22 pero el partido se terminaba igual. El clima se pone tenso y Mogordoy sabe que ese golazo le va a costar un castigo. El Servicio Penitenciario no le perdonará la humillación de uno de los suyos corriendo su gorra ante la carcajada de 18 subversivos.
Lo retiran de la fila, lo esposan y se lo llevan. Al rato, instalado en su calabozo, oye que le abren la celda y piensa que se viene una golpiza. Pero no.
Está perdonado, le dice el jefe de Guardia, usted no se imagina la plata que yo gané con ese derechazo. Y lo devuelve a su celda.
En setiembre del ’77, un grupo de presos políticos es trasladado desde la cárcel de Villa Devoto a la Unidad 9 de La Plata.
Son encapuchados, esposados en pareja y ferozmente golpeados desde que salen hasta que llegan. Pero algunos cobran más que otros.
A Héctor Vilche, “Flecha”, que tiene sólo 18 años, le toca Juan Martín Guevara, el hermano del Che, como compañero de infortunio.
Ante cada retén los presos deben detenerse y decir su apellido. Guevara, responde Juan Martín cada vez que le preguntan. “¡Guevara, Guevara, el hermano del Che!”, se excitan los guardianes y redoblan la golpiza. Flecha, esposado junto a él, también recibe la doble lluvia de garrotazos.
Pasan uno, dos, tres retenes, y en el cuarto Flecha, ya negro por los golpes, tiene una idea. Se acerca al oído de Juan Martín y le dice, bajito le dice: “Hermano, nos faltan todavía como cinco retenes, de aquí en más, por favor, deciles que te llamás González”.
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