Viernes, 4 de mayo de 2012 | Hoy
Por Juan Forn
El nene de Simon Reynolds descubre, en un viaje en colectivo, que en los colectivos de Nueva York hay una gaveta con mapas gratis de los distintos barrios de la ciudad. Se trae uno de cada viaje que hace, y le pide al padre ir en colectivo a cualquier parte. Cuando no encuentra uno de los que le faltan, no se lleva ningún mapa. En uno de esos viajes, al ver la cara de decepción de su hijo, Reynolds le propone ir hasta la terminal y traérselos todos. Reynolds, para definirlo mal, es un periodista de rock inglés, pero ya hablaremos de eso. Alcance con decir por ahora que Reynolds es lo que es porque un día de muy chico empezó a devorar música y no paró nunca más. Esa es su segunda piel. Por eso, su primera reacción es proponerle al hijo ir a la terminal y traerse todos los mapas. Pero el hijo le contesta que no quiere ir a la terminal; lo que quiere es ir juntando los mapas de a uno.
Reynolds tiene entonces una epifanía. Piensa que su hijo es hijo de tigre. Recuerda sus primeros tiempos en la música, cuando juntaba moneda a moneda durante la semana para poder comprarse un disco cada viernes y se le hacía tripas el corazón si lo que escuchaba, al llegar corriendo a su casa, no le gustaba, pero seguía escuchándolo febrilmente hasta encontrar algo que justificara la compra. Reynolds recuerda cuando todo era espera, la llegada de un disco, la ocasional aparición en la tele de alguno de sus ídolos (y si uno se lo perdía, no lo veía más, porque nunca se repetía, y casi nunca ponían en la tele a sus ídolos). Reynolds recuerda aquella espera y entiende que ése fue el combustible acumulado que lo detonó después a una vida de escucha ávida, cada vez más multifacética y enfermita, hasta saber quién toca en cada disco, en qué momento preciso ocurrió cada avance del rock y cómo se multiplicó en mil esquirlas.
Reynolds tiene algo que a mí me encanta: no cree que está escribiendo sólo de música cuando escribe, y abre el espectro en muchas direcciones, todas inteligentísimas, pero a mí lo que me pierden son sus exabruptos confesionales. Reynolds dice, por ejemplo, que ha invertido todos sus esfuerzos, desde la adolescencia, para paliar el estigma de nacimiento de su generación: haber llegado tarde a los ’60 y al punk. Reynolds es el gran crítico musical del momento, de Londres se fue a vivir a Nueva York, le publican todo lo que escribe y le piden más, pero algo lo está perturbando últimamente: la curiosa y cada vez más evidente lentitud con que avanza la primera década del siglo. De hecho ya ha terminado y Reynolds descubre que nada de lo que sonó en los 2000 no sonaba ya en los ’90.
El hijo podría tranquilizarlo: “No pasa nada, sos mi papá igual, sólo te estás viniendo viejo”, para no decirle que hay un momento en que uno va dejando de vivir en su época y empezando a vivir en su mundo. A algunos les pasa a los cincuenta, a otros a los cuarenta, a otros les empezó a pasar a los treinta o incluso antes (y así quedaron: demasiado poco tiempo en su época para alcanzar a construirse un buen mundo donde irse a vivir después). Reynolds ronda los cincuenta. Pero como está tan acostumbrado a su inteligencia, a procesar fructíferamente la demencial data que acumula día a día, año a año, suma la frase de su hijo al total de lo que tiene en las mil pantallas prendidas en su cerebro y elabora toda una teoría, que bautiza “Retromanía”, y que viene a ser el saqueo del pasado en busca de novedades. Dice Reynolds que las mujeres jóvenes de hoy a quienes les importa la ropa llaman a su ropero el archivo: eligen por década su vestuario (vintage o copias actuales retro). Y dice que los músicos hacen igual: eligen su sonido, lo arman como quien abre el ropero, y dice “guitarra Hendrix con base drum’n’bass etíope, caños y cuerdas balcánicos y encima una voz de francesita jadeando”. Dice Reynolds una cosa muy divertida: que antes los buenos periodistas de rock sabían más que los músicos de rock (yo fui testigo del día en que Fresán sentó a Calamaro a escuchar a Dylan en una época en que nadie escuchaba a Dylan: mediados de los ’80); y ahora, en cambio, los músicos saben de discos como buenos periodistas, como estudiosos. Y que esa música hecha por voraces coleccionistas de discos, escuchas enfermos de toda música que alguna vez buscó cambiarlo todo, es el opuesto exacto de la música de la que se nutren: ensambla perfecto, pero no cambia a nadie. Por eso la década sigue quieta, aunque los dígitos cambien.
“Recuerdo la adrenalina del futuro”, dice Reynolds: una sensación pura y dura, la sensación de que estabas oyendo el sonido de mañana, de que estabas ahí cuando el presente se movía. El que lo pone en pasado soy yo; Reynolds la describe en tiempo presente, porque no puede ser infiel a esa electricidad, él quiere seguir siendo moderno hasta el fin, por eso agrega: “Todavía creo que el futuro está ahí afuera”. Como diciendo: no hagan mucho caso a los exabruptos confesionales en un libro que es una máquina de cruzar data y sacar conclusiones. Pero yo no podía evitar oír ese agónico clamor generacional mientras leía: hubo un tiempo en que el presente se movía. Ya dije que Reynolds lo supo de oídas: en los ’60 no estaba; en el punk tampoco. Pero vivió toda su vida con la adrenalina del futuro en la cabeza. Le puso letra a esa canción. Hubo un tiempo en que periodistas a quienes el rock les había abierto la cabeza les abrían a su vez la cabeza a esos músicos que veneraban, y la música que salía de ahí abría más cabezas todavía, y el presente se movía. Y de pronto, a fines de 2010, en un micro neoyorquino, juntando mapas gratis con su hijo, sintió: qué lenta viene esta última década, por qué será.
Me traje de Buenos Aires el libro de Reynolds en mi último viaje, además de traerme a mi madre a vivir conmigo; quizá viene de ahí esta conciencia un poco exacerbada de los ciclos de la vida. Quizá venga también de algo que en ese mismo viaje me mostró mi amigo Ciro, algo que está escribiendo. Ciro tiene veinte años. “El 5 de marzo murió mi abuela. La última de los siete hermanos Etchegaray nacidos a principios del novecientos. Con ella se fue para mí la historia del siglo XX y la posibilidad de hablar con alguien que había ido a un concierto de Gardel, alguien que escuchó a Evita por la radio, alguien que nació cuando aún no había terminado la Primera Guerra Mundial y se refería a la Segunda como si hubiese ocurrido la semana pasada. Quise explicarle a un amigo lo que significaba para mí la ancha vida de mi abuela y le dije eso, le dije que ella estaba viva mientras se escribían buena parte de los libros que más nos marcaron. Cuando Joyce publicó el Ulises, Maruca tenía seis años. Y hasta que no tuvo treinta y dos no existía en el mundo el Adán Buenosayres de Marechal, que fue publicado en 1948”, y así sigue, maravillosamente. A diferencia de Reynolds, yo hace tiempo que ya no vivo en mi época sino en mi mundo, pero también creo en el futuro. Cuando leo cosas así, escritas por alguien de veinte, creo en el futuro.
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