Domingo, 15 de julio de 2012 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Durante estos días fue condenado el jefe del genocidio argentino, Videla. Las cifras –en la definición de un genocidio– no son lo esencial, sino que son otras las características que se imponen. De este modo, se habla también de un Holocausto Armenio en relación al Holocausto Judío. Escribe –buscando definir el genocidio– Rita C. Kuyumciyan: “El genocidio es la instrumentación masiva del terror (...) Genocidio significa la aniquilación coordinada y planeada de un grupo nacional, religioso o racial” (Rita C. Kuyumciyan, El primer genocidio del siglo XX, Planeta, Buenos Aires, 2009, p. 53). Luego de la Declaración de los Derechos Humanos realizada por las Naciones Unidas en 1948 se irán agregando los grupos sociales, políticos, ideológicos. Si bien es justo admitir que en la frase “grupo nacional” estaban incluidos.
Una de las características de primer orden, fundantes de un genocidio, la hemos trabajado (por haberlas padecido hasta el extremo) los argentinos. El genocidio implica la desaparición de los cuerpos de las víctimas. La masacre argentina intentó cobijarse bajo esa metodología: sin cuerpos no habría matanza. ¿Dónde estaba la prueba? De aquí la célebre frase de Videla: “Un desaparecido es alguien que no está. Se evaporó”. Para erradicar toda teoría del “empate” o de “los dos demonios” este punto es central. La derecha procesista se obstina en resaltar algunos casos de “muertos por la guerrilla” que son repudiables, pero aún así de nada sirven para empatar nada. No hay empate y hay un solo demonio: el que no entregó los cuerpos. Es distinto tener el cuerpo del ser querido, velarlo, enterrarlo según sus valores religiosos y tener una tumba donde ir a recordarlo, a rezarle o lo que sea: hasta hablarle en un susurro que expresa el lento devenir del dolor, su intimidad. Es distinto esto que no tenerlo. Cuando una madre o un padre esperan eternamente el regreso del hijo “evaporado” (según la aberrante terminología del condenado Videla), el dolor de esa ausencia es un dolor que no cesa, no puede cesar. Sólo cesaría con el retorno del hijo perdido o de su cuerpo. Si los que esperan por los desaparecidos (es imposible dejar de esperar: durante las noches se lo presiente en cada ruido, en cada ventana que –agitada por el viento– golpea, en cada crujido de la escalera, en cada rumor sordo, lejano, que llega desde fuera de la casa y se confunde con los pasos de alguien, los pasos anhelados, los que siempre se esperará oír, los del desaparecido) tuvieran su cuerpo o lo que de él quede podrían darle sepultura, tendrían un lugar donde ponerle una flor. De modo que esa búsqueda de “culpables” en el “otro” bando no tiene sentido y hasta es una afrenta a quienes carecerán para siempre del cuerpo del “desaparecido”. La ausencia es un hueco que nada puede llenar. La ausencia es un dolor y una angustia que siempre esperan. La esperanza del que espera al hijo que le han “desaparecido” jamás “desaparece”. Para su dolor, para su interminable angustia, es, aquí, la esperanza la que los alimenta. ¿Cómo podrían dejar de tenerla? Dejar de esperar al desaparecido sería matarlo del todo. O por segunda y definitiva vez. ¿De qué empate se habla? Acaso –alguna vez– lleguen a juzgar a dos o tres jefes de la guerrilla. Supongamos. ¿Qué se lograría con eso? ¿Con eso quieren empatar el dolor de los que esperan en vano día tras día?
En 2005 se cumplieron noventa años del Genocidio Armenio. Si bien transcurrió entre 1915 y 1920 hubo etapas anteriores de matanzas de armenios que lo precedieron. La más importante fue perpetrada por el sultán Abdul Hamid II, a quien se llamó el “sultán sanguinario”. Lo fue: bajo su reinado murieron 200.000 armenios. La aparición en la escena política de un grupo fervoroso que se dio el nombre de Jóvenes Turcos entusiasmó a los armenios. Los Jóvenes impusieron una nueva Constitución y levantaron las banderas de la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad. Fraternidad. Pero –dentro del estruendo cambiante, caótico de la Primera Guerra– el nuevo grupo hegemónico se inclinó hacia Alemania, cuya complicidad en el genocidio de los armenios aparece cada vez con mayor claridad. No es casual que –durante la Segunda Guerra– Hitler haya recurrido a su memoria –o mejor dicho: a su no-memoria– para justificar el de los judíos. Escribe Vahakn N. Dadrian: “En los años ’20 y ’30, Hitler hizo numerosas declaraciones donde dejó entrever que tenía un conocimiento general sobre el caso de los armenios y los turcos, sobre los antecedentes históricos de persecución de los armenios y su ‘aniquilación’ en Turquía. En uno de los documentos escritos más antiguos que se conservan, que contiene declaraciones o discursos hechos por Hitler hacia 1924, el futuro líder nazi aludió a los armenios como víctimas de su falta de espíritu de combate” (Vahakn Dadrian, Historia del Genocidio Armenio, Imago Mundi, Buenos Aires, 2008, p. 372). Ese “espíritu de combate” era el que el pueblo alemán debía tener en su lucha contra los judíos, parásitos del cuerpo de la nación, a los que si no se exterminaba terminarían por dominar. Hitler, que admiraba a Gengis Khan, decidió emprender las grandiosas matanzas del mítico guerrero. “Claramente, Gengis y sus hazañas de conquista impresionaron no sólo a los turcos sino a otros muchos líderes nacionalistas que aspiraban a ser conquistadores. Sobrecogidos por el tamaño de su enorme éxito, tales líderes buscaban la influencia de los sanguinarios y feroces métodos que llevaron a Gengis a asegurar tales victorias” (Ibid., p. 375). Tanto los Jóvenes Turcos como Hitler se vieron impulsados por el ejemplo del Khan: las grandes matanzas aseguraban éxitos perdurables. Parece que Hitler se topó con un libro sobre Gengis cuando estaba preso en Landsberg (entre febrero y diciembre de 1924) junto a su fiel Rudolf Hess, quien habría de escuchar y anotar el dictado de Mi lucha. Ahí se enteró adecuadamente del Genocidio Armenio. De las masacres que el Imperio Turco Otomano (en busca de la “turquificación” total de la nación) descargó sobre ese grupo étnico. Más tarde, buscando convencer a su Estado Mayor de la solución final acerca del problema judío, habría de decir su frase fatídica: “¿Alguien recuerda el Genocidio Armenio?”
Tenía razón. Nadie lo recordaba. Se le llamó “el genocidio olvidado”. Tuvo tres etapas. La primera fue la aniquilación de los intelectuales. Consideraron, los Jóvenes Turcos, que debían empezar por la cabeza. “El Genocidio Armenio comenzó su plan de exterminio cuando en una sola noche, del 23 de abril al 24 de abril de 1915, en todo el territorio de la actual Turquía, millares de armenios (...) como pensadores, eclesiásticos, escritores, políticos, artistas, docentes, médicos, etc. fueron arrestados y posteriormente deportados” (Kuyumciyan, ob. cit., p. 50). Luego mataron a los hombres y luego a las mujeres, a los niños y a los ancianos. La descripción de los horrores que estos hechos implicaron ha sido hecha. Lo que no se ha producido es el reconocimiento por parte de los turcos. Este “negacionismo” es una herida infranqueable entre la relación de ambos pueblos. Mientras el negacionismo continúe, mientras un periodista sea asesinado, como lo fue en 2008 el turco Hrant Vink que denunciaba el genocidio y el negacionismo, mientras el mundo permanezca dentro de una indiferencia sólo atenuada por gestores diplomáticos, las heridas no cerrarán. Aquí, el juez de La Plata Carlos Rozansky incluyó, en su acusación contra el genocida argentino Etchecolatz, el Genocidio Armenio como antecedente del nuestro. Las Naciones Unidas, incluso, han reconocido el genocidio contra los armenios. (Ver: El Derrumbe del Negacionismo, AAVV, Planeta). Pero no sus perpetradores, no los turcos. Esto impide una realización adecuada del duelo. Como lo impide la figura del desaparecido, siempre. De aquí que sea una tarea permanente para los que luchan a favor de los DD.HH., como fundamento de una vida menos tanática entre los hombres, como un avance constante del Eros sobre la pulsión de muerte, el recordarlo.
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