Viernes, 14 de diciembre de 2012 | Hoy
Por Juan Forn
Decía Gombrowicz que, cuando un polaco obtiene placer de una pequeña cantidad de bebida y de comida, su reacción instantánea es beber y comer diez veces más, para ser fiel al placer. Decía Gombrowicz que un polaco es una víctima de sus ideales, alguien que hace de la realidad una locura. Así era Juan Carlos Gómez, el fiel Goma. Debajo del pacífico matemático retirado, argentino de toda la vida, había en el fiel Goma un polaco loco que sólo salió a la luz cuando, ya jubilado, creó el club de los gombrowiczidas.
Hay dos hechos decisivos en la estancia de Gombrowicz en la Argentina. Como bien se sabe, Gombrowicz llegó en barco a Buenos Aires en 1939, dispuesto a dar una conferencia, hacerse unos pesos y volver a Polonia, pero vino la guerra y quedó varado acá. Al principio no podía volver; después no quería. Durante esos veinte años le dio la espalda al establishment literario local, y a la vez dejó que una pandilla de amigos tradujera su novela Ferdydurke, de a varios, en una mesa del café Rex, con él de cuerpo presente, porque ninguno sabía mucho polaco. Se peleó con todos después, pero la traducción lo dejó insólitamente conforme. Piglia dice que ese Ferdydurke en castellano es la mejor novela argentina del siglo XX. Otros prefieren pensar que la verdadera obra maestra de Gombrowicz en nuestro país fue su Diario argentino (el efecto de nuestra idiosincrasia sobre la suya, la extraordinaria permeabilidad e impermeabilidad que tenía ese polaco), pero hay quienes piensan que la verdadera carga de profundidad que dejó Gombrowicz para que estallara después de su partida fueron los cuatro discípulos que lo despidieron en el puerto en 1961, los únicos que lo aguantaron de verdad, esos cuatro jovencitos a quienes les gritó desde la borda del barco que lo llevaba a Europa a triunfar: “¡Maten a Borges!”. Ya convertidos en señores mayores, Alberto Fischerman los juntó a los cuatro en 1986, los filmó durante una noche entera y le salió una película extraordinaria sobre el efecto que Gombrowicz había tenido en ellos.
Ninguno había matado a Borges, ni a Gombrowicz, ni a nadie. A ninguno parecía pesarle demasiado: ni a Mariano Betelú, ni a Dipi Di Paola, ni a Alejandro Russovich. Pero al fiel Goma sí. Hizo falta sin embargo que pasara el tiempo, que Gómez se jubilara, que tuviera tiempo de sobra, para que el polaco loco le saliera de adentro. Todo empezó cuando publicó en 1999 las Cartas a un amigo argentino que Gombrowicz le fue enviando desde Europa hasta que murió, en 1969. Gómez se quedó con ganas de decir cosas en el prólogo de ese hermoso libro, así que se sentó a escribir un libro entero sobre Gombrowicz, que tituló Ese hombre me causa problemas. Cuando lo terminó sintió que le seguían quedando cosas por decir y ya se había asqueado de las miserias del mundo editorial, así que inventó los gombrowiczidas: eligió a siete “magníficos”, que luego fueron nueve, once, trece y siguieron creciendo hasta alcanzar un número indeterminado, y empezó a mandarles por mail, todos los días, un fragmento de su nuevo libro, que también iba creciendo de manera ingobernable. El tema excluyente de esos mails era Gombrowicz, cada libro que había escrito, cada palabra que había dicho o que habían dicho sobre él, cada persona que lo había conocido (en Polonia, en Argentina y en Alemania y Francia después), pero sobre todo Gómez practicaba el gombrowiczismo a ultranza: el desafío vitriólico permanente contra el mundo, incluyendo a sus corresponsales.
Durante por lo menos siete años recibí cada día, incluyendo los domingos, un mail (y muchas veces más de uno) de Gómez en mi casilla. Todos los santos días durante siete años. Siempre eran inmoderados, a veces un poco agotadores en su obsesión o su veneno, pero por lo menos una vez a la semana venía uno formidable. Gómez usó a Gombrowicz para explicarse el mundo y el sinsentido del mundo: era su Aleph y su I Ching, su condena y su agujero negro. Gómez fue Gombrowicz: como él, ofendió o hartó a más de la mitad de sus corresponsales con sus diatribas, inevitablemente empezó a repetirse en determinado momento pero siempre había que leerlo porque en el momento menos pensado venía un relámpago. Y de pronto un día, de hace un año o dos, se calló. “Ya no queda jugo que sacar del viejo”, dicen que dijo a su familia. “Sólo me queda esperar la muerte al sol”. Se refería al jardín de su casa, a sus plantas, a sus perros, a sus hijos, a sus nueras y a su inagotable esposa Elida. En el aire de ese jardín fueron esparcidas las cenizas de Gómez la semana pasada. Su familia anunció el hecho con palabras hermosas, que están en Internet, como todo el paquete gombrowiczidas (véase www.elortiba.org).
Hace poco se anunció que el promedio actual de vida en la Argentina es de 78 años. Gómez los cumplió el 26 de noviembre y el 2 de diciembre dijo chau, fiel hasta la muerte al cálculo estadístico y a la joda vitriólica que conformaban su bipolar naturaleza argentopolaca. Por una vez en su larga relación con los gombrowiczidas, el fiel Goma les cedió la última palabra. Sólo queda una cosa por decir: Gombrowicz ha muerto, larga vida a Gombrowicz.
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